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La voluntad de Dios y el momento presente

Tesoro de la voluntad divina

Nada más razonable, perfecto y divino que la voluntad de Dios. ¿Acaso puede crecer su infinito valor por algunas diferencias de tiempo, lugar o cosas? Si os es dado el secreto de encontrar esa voluntad divina en todos los momentos, poseeréis entonces lo que es más preciso y digno de ser deseado. ¿Qué andáis buscando, almas queridas? Vibre libremente vuestra alma, álcense vuestros deseos más allá de toda medida y límite, dilátese vuestro corazón hasta el infinito: yo sé cómo pueden colmarse todos esos ímpetus. No hay momento en que yo no pueda haceros encontrar todo aquello que podáis desear.

Tesoro del momento presente

El momento presente está siempre lleno de tesoros infinitos, y excede completamente vuestra capacidad. La fe es la medida, y encuentra tanto como cree. También el amor es la medida: cuanto más ama vuestro corazón, cuanto más desea y más cree encontrar, más encuentra. La voluntad de Dios se presenta a cada instante como un mar inmenso, que vuestro corazón no puede agotar. Él recibe tanto como abarca por la fe, la confianza y el amor. Todas las demás criaturas no pueden llenar vuestro corazón, pues éste es más grande que todo lo que no sea Dios. Las montañas que asombran los ojos no son más que átomos en el corazón. En esa voluntad divina, escondida y oculta en todo lo que os va sucediendo en el momento presente, es donde hallaréis un tesoro que excede infinitamente todos vuestros deseos.

No hagáis, pues, la corte a nadie. No adoréis lo que no son más que sombras y fantasmas, que no pueden daros ni quitaros nada. Solamente la voluntad de Dios realizará vuestra plenitud, sin dejaros ningún vacío. Adoradla, pues, entregáos a ella rectamente, pentráos de ella, y abandonad en cambio todas las apariencias.

Guiarse por la fe, no por los sentidos

El reino de la fe se establece sobre la muerte de los sentidos, sobre su despojamiento, vacío y mortificación; pues mientras que los sentidos adoran las criaturas, la fe adora solamente la voluntad de Dios. Derribad los ídolos de los sentidos, aunque éstos lloren como niños desesperados, y que la fe triunfe, pues no puede separársele de la voluntad de Dios. Y cuando el momento presente aflige, oprime, despoja, abruma todos los sentidos, entonces es cuando alimenta, enriquece y vivifica la fe, que se ríe de todas esas pérdidas, como el gobernador de una plaza inexpugnable ante tantos asaltos inútiles.

El alma que se entrega totalmente a la voluntad de Dios, que se le ha revelado, conoce que Dios se le ha entregado a su vez, porque en toda ocasión experimenta su auxilio poderoso. Y gozo de la felicidad de esta venida de Dios a ella con tanta más dulzura, cuanto mejor comprende el bien inmenso que le produce abandonarse siempre y en todos los momentos a esa voluntad adorable.

¿Pensáis que el alma juzga las cosas como aquellos que las miden por los sentidos y que ignoran el tesoro inestimable que ellas encierran? Aquél que sabe que tal persona es el rey disfrazado, le recibe y trata de modo muy diverso que aquel otro que, no viendo más que la figura de un hombre ordinario, le trata según su apariencia. Igualmente el alma que ve la voluntad de Dios en todas las cosas, hasta en las más pequeñas, lamentables y mortales, las vive y recibe todas con un gozo, con una alegría y con un respeto siempre igual. Y abre todas sus puertas para recibir con honor las mismas cosas que otros temen y procuran evitar. Y mientras los sentidos, al no ver sino cosas miserables, las desprecian, el corazón reconoce bajo esa presentación tan pobre al rey majestuoso, y le respeta tanto más cuanto que ha venido en forma tan pobre y secreta, y le ama por eso con un amor más tierno y ardiente.

María, Jesús, los Magos, los pastores

Yo no soy capaz de expresar lo que el corazón siente cuando recibe la voluntad de Dios en forma tan empequeñecida, tan pobre, tan aniquilada. Ah, hasta dónde penetra en el hermoso corazón de María esta pobreza de Dios, este anonadamiento que llega a nacer en un pesebre, reposar sobre un poco de paja, llorando, temblando. Preguntad a la gente de Belén, a ver qué piensan ellos. Si este niño estuviera en un palacio, rodeado de un lujo principesco, sin duda que le prestarían su homenaje. Pero preguntad a María, a José, a los Magos, a los pastores, qué piensan. Os van a decir que en esta pobreza extrema encuentran un misterio que les manifiesta aún más la grandeza y la amabilidad de Dios. Eso mismo que defrauda a los sentidos, es lo que eleva, acrecienta y enriquece la fe. Lo que menos nutre los sentidos, más alimenta la fe.

Adorar a Jesús en el Tabor, amar la voluntad de Dios en las cosas extraordinarias, todo eso no indica tanto una vida excelente de la fe como amar la voluntad de Dios en las cosas comunes, y adorar a Jesús puesto en la cruz, pues la fe no alcanza su plena excelencia sino cuando lo que parece a los sentidos la contradice, y pugna por destruirla. Es precisamente esta guerra que le hacen los sentidos lo que ocasiona las más gloriosas victorias de la fe.

Encontrar igualmente a Dios en las cosas pequeñas y comunes o en las grandes eso es tener una fe no común, sino grande y extraordinaria. Contentarse con el momento presente, eso es gozar y adorar la voluntad divina en todo aquello que es preciso sufrir y hacer en las cosas, que en su paso sucesivo constituyen el momento presente. Las almas sencillas, por la vivacidad de su fe, adoran a Dios igualmente en todas las situaciones, hasta en las más humillantes, y nada escapa a la lucidez de su fe. Cuanto más protestan los sentidos -«ahí no puede estar Dios»-, con más amor reciben esa bolsita de mirra que Dios le da; nada les confunde, nada les disgusta.

María, la Virgen fiel

María ve cómo huyen los apóstoles, pero ella permanece firme al pie de la cruz, reconociendo a su Hijo en aquella figura lamentable, escupida y llagada. Esta apariencia tan miserable, a los ojos de esta dulce madre, no consigue sino acrecentar su adoración y amor; y cuantas más blasfemias vomiten contra él, mayor será la veneración de su corazón. La vida de la fe no es sino la búsqueda continua de Dios a través de todo aquello que le disfraza, le desfigura, y por así decirlo, le destruye y aniquila.

Sigamos contemplando a María. Desde el pesebre hasta el Calvario, ella encuentra siempre un Dios que todo el mundo ignora, abandona o persigue. Igualmente, las almas de fe atraviesan una serie continua de muertes y velos, sombras y apariencias, que se esfuerzan una y otra vez para hacer irreconocible la voluntad de Dios, ésa que ellos siguen y aman hasta la muerte en cruz. Saben que es siempre necesario atravesar las sombras para acercarse a ese divino sol que, desde que amanece hasta que anochece, sean como fueren los nubarrones obscuros que lo oculten, ilumina, calienta, y hace arder los corazones fieles que le bendicen, le alaban y le contemplan en todos los puntos que forman es círculo misterioso.

Apresuráos, pues, almas fieles, contentas e infatigables, y acercáos al Esposo amado, que «sale a recorrer su camino, y de un extremo del cielo llega al otro extremo» [Sal 18,6]. Nada puede quedar oculto a sus ojos, y camina igualmente sobre las pequeñas briznas de hierba, como entre los cedros grandiosos. Bajo sus pasos poderosos, se igualan los granos de arena a las montañas. Por donde quiera que vayáis, por allí ha pasado Él, y no tenéis más que seguirle incesantemente para encontrarle adonde quiera que estéis.

Dios habla en la Escritura y en la vida

La palabra de Dios escrita está llena de misterios, pero no lo está menos su palabra realizada en los sucesos del mundo. Se trata de dos libros que verdaderamente están sellados. La letra de uno y otro mata. Dios es el centro de la fe, es un abismo de tinieblas, que desde ese fondo se esparcen sobre todas sus producciones. Todas sus palabras y todas sus obras son, por así decirlo, rayos obscuros de este sol todavía más obscuro. Nosotros abrimos los ojos corporales para ver el sol y sus rayos, pero los ojos de nuestra alma, por los que vemos a Dios y a sus obras, están cerrados. Las tinieblas ocupan aquí el lugar de la luz, y la sabiduría es una ignorancia que ve en lo invisible.

La Sagrada Escritura es una palabra obscura de un Dios todavía más misterioso. Y los sucesos seculares son también palabras obscuras de este mismo Dios, tan oculto y desconocido. Son como gotas de la noche, pero de un mar de noche y de tinieblas. Todas esas gotas, todos esos arroyos, guardan el sello de su origen. La caída de los ángeles, la de Adán, la impiedad e idolatría de los hombres, antes y después del Diluvio, y aún viviendo los Patriarcas, que sabían y narraban a sus hijos la historia de la creación y de la conservación del hombre, siendo aún tan reciente ¡son palabras de la Sagrada Escritura, pero obscuras! Unos pocos hombres, preservados de la idolatría, mientras todos los demás se extravían, hasta la venida del Mesías; la impiedad que se hace universal y que manda en todo, este pequeño número de defensores de la verdad, siempre perseguidos y maltratados, el trato dado a Jesucristo, ¡las plagas del Apocalipsis!... ¿Cómo es posible? ¿Ésas son las palabras de Dios, lo que Él ha revelado e inspirado? Y los efectos de esos terribles misterios, que continúan hasta la consumación de los tiempos, siguen siendo la palabra viva de Dios, que nos enseña la Sabiduría, el Poder, la Bondad. Todos los atributos divinos se manifiestan en todo cuanto sucede en el mundo. Todo ello es una enseñanza. Pero, ay: es necesario creer, pues ahí no se ve nada.

Dios sigue hablando en el presente

¿Qué quiere decirnos Dios por los turcos, los Holandeses [jansenistas], los Protestantes? Todo eso está predicando con gran claridad, todo eso está significando las perfecciones infinitas de Dios. El Faraón y todos los impíos que le siguieron y le siguen no están más que para eso. Pero, sin duda, visto todo eso con ojos humanos, la letra, la apariencia, dice lo contrario. Es preciso cerrar los ojos y dejar de cavilar con la razón para ver ahí misterios divinos.

Tú, Señor, hablas a todos los hombres en general por todos los acontecimientos que suceden en el universo. Las revoluciones no son más que olas de tu Providencia, que levantan tormentas y tempestades a los ojos de la gente curiosa.

Y tú también hablas en particular a todos los hombres a través de cuanto les va sucediendo día a día. Pero en lugar de captar ellos en todas las cosas la voz de Dios, en lugar de respetar la obscuridad y el misterio de su Palabra, no ven más que la materia, el azar, el humor cambiante de los hombres. A todo tienen que contradecir, o que añadir, disminuir o reformar, y se toman una completa libertad para cometer unos excesos que el menor de ellos, tratándose de una sola coma de la Sagrada Escritura, sería considerado como un atentado. «Esto es Palabra de Dios, se dice, y en ella todo es santo y verdadero». Y si no se comprende del todo esta Palabra, aún se le venera más y se rinde gloria y honor a la profundidad de la sabiduría de Dios, lo cual es muy justo.

Aprender a leer en los sucesos diarios

En cambio, queridas almas, lo que Dios os dice, las palabras que pronuncia momento a momento, no con tinta y papel, sino con lo que vosotros sufrís o hacéis en cada instante, todo eso ¿no merece un poco más de atención por vuestra parte? ¿Cómo es que no respetáis en esas palabras la verdad y la bondad de Dios? No hay cosa que no os disguste, y para todo tenéis pronta la crítica. ¿No os dais cuenta de que estáis midiendo por sentido y razón lo que solamente puede ser medido por la fe? Leéis con los ojos de la fe la Palabra de Dios en las Escrituras, pero cometéis un grave error leyéndola con ojos humanos en sus obras.

Es necesaria la fe para todo lo que es divino. Si vivimos continuamente la vida de la fe, estaremos en un diálogo permanente con Dios, hablaremos con Él siempre amigablemente. Lo que es el aire para la transmisión de nuestros pensamientos y palabras, eso es todo cuanto nos sucede en el hacer o en el sufrir para transmitir los pensamientos y palabras de Dios. Todos esos sucesos no serán sino el cuerpo de su Palabra, y ésta en todo se irá manifestando. Todo así vendrá a ser santo, todo nos resultará excelente. La gloria constituye este estado en el cielo, pero la fe ha de establecerlo en la tierra, y no habrá diferencia sino en la manera.

Palabras de Dios escritas no en libros, sino en el corazón

Nosotros somos enseñados verdaderamente sólo por las palabras que Dios pronuncia expresamente para nosotros. No es, pues, por los libros, ni por la búsqueda curiosa de historias, por lo que se adquiere sabiduría en la ciencia de Dios. Ésa no es más que una ciencia vana y confusa, que hincha mucho [1Cor 8,1]. Lo que de verdad nos enseña es lo que nos va sucediendo de un momento a otro: eso es lo que forma en nosotros esa ciencia experimental que Jesucristo quiso tener antes de dedicarse a enseñar al pueblo -aunque siendo Dios, desde siempre conocía todo-. A nosotros, en todo caso, nos es absolutamente necesaria, si queremos llegar al corazón de las personas que Dios nos confía.

Sólo se sabe perfectamente aquello que la experiencia nos ha enseñado por el sufrimiento o la acción. La unción del Espíritu Santo habla así a nuestro corazón palabras de vida, y todo cuanto decimos a los otros debe nacer de esta fuente. Lo que se lee o se ve no viene a hacerse ciencia divina sino por esa fecundidad, esa virtud y luz que viene de lo aprendido por la experiencia. Todo eso no es más que una masa, que requiere la levadura y también la sal para sazonarlo, y cuando no se tienen sino unas ideas vagas sin esta sal, uno viene a ser como un visionario que, conociendo todos los caminos del mundo, se pierde al ir a su casa.

Es necesario, pues, escuchar a Dios incesantemente para ser doctor en esa teología virtuosa, que es completamente práctica y experimental. Dejáos de aquello que ha sido dicho por otros, y prestad oídos a lo que se os está diciendo a vosotros y por vosotros. Con eso tenéis bastante para ejercitar la fe, pues todo, en su obscuridad, la estimula, la purifica y la acrecienta.

La fe de los santos sabe leer en la vida

La fe es el intérprete de Dios, que nos traduce el lenguaje de las criaturas, y si ella, como en una escritura cifrada, no podríamos ver más que miseria y muerte. La fe contempla la llama de fuego que arde en la zarza de las espinas, interpreta las cifras enigmáticas, alcanza a ver gracias y perfecciones divinas en el galimatías y el barullo de las criaturas. Y así la fe da a toda la tierra un aspecto celestial. Gracias a ella el corazón se eleva y se hace capaz de entenderse con el cielo. Y de este modo, todos los momentos son revelaciones que Dios le hace.

Todo lo que vemos de extraordinario en la vida de los santos, visiones, palabras interiores, no es sino un destello de la excelencia de su continuo estado oculto en el ejercicio de la fe. Esta fe experimenta esas elevaciones, puesto que vive de la posesión del dicho estado oculto de fe en todo lo que acontece momento a momento. Cuando a veces surge un esplendor visible, no es porque la fe se viera hasta entonces carente de él, sino para manifestar su excelencia y atraer a las almas. Igualmente, la gloria del Tabor o los milagros de Jesucristo no significaban un acrecentamiento de su excelencia, sino que eran resplandores de vez en cuando irradiados desde la nube obscura de su Humanidad, para hacerla amable a los hombres.

Lo maravilloso de los santos es su visión continua de fe en todas las cosas. Sin ella, todo vendría a devaluar su santidad. Esa fe amorosa, que les permite unirse a Dios en todas las cosas, hace que su santidad no esté nunca necesitada de lo extraordinario. Si a veces esto viene a ser útil, es en favor de los otros, que pueden necesitar estos signos y señales. Pero el alma de fe, contenta en su oscuridad, deja para el prójimo todo lo sensible y extraordinario, y toma para sí lo más común, la voluntad de Dios, centrándose en la ordenación divina, en la que se esconde sin deseos de manifestarse.

La fe genuina no necesita en absoluto de pruebas, y aquéllos que la necesitan no anda muy sobrados de fe. Los que viven de la fe reciben las pruebas no como pruebas que ayuden a creer, sino como ordenaciones de la voluntad de Dios. Y en este sentido no hay contradicción alguna entre el estado de pura fe y esas cosas extraordinarias que se hallan en muchos santos, a los que Dios alza para la salvación de las almas, como luces para iluminar a los más vacilantes. Así eran los profetas, los apóstoles y todos los santos que Dios ha elegido para ponerlos sobre el candelero [Mt 5,15]; siempre los ha habido, y siempre los habrá. Pero en la Iglesia hay también una infinidad de santos que viven ocultos, pues están destinados a brillar en el cielo, y en esta vida no irradian luces especiales, sino que viven y mueren en una gran obscuridad.

Sólo la fuente puede saciar la fe, pues los arroyos sólo sirven para acrecentarla. Si queréis pensar, escribir, vivir como los profetas, apóstoles y santos, no tenéis más que abandonaros a la acción de Dios, como ellos lo hicieron.

Más atención al hoy que al ayer

Oh, Amor desconocido, parecería que tus maravillas se hubiesen terminado, y que no nos quedara sino copiar de tus antiguas obras y citar tus enseñanzas del pasado. Ignoramos que tu acción inagotable es una fuente infinita de nuevos pensamientos, nuevos sufrimientos, nuevas acciones, y de nuevos santos, que no tienen necesidad alguna de copiar la vida y escritos de unos y otros, sino de vivir en un permanente abandono a tus secretas mociones.

Se dice muchas veces «oh, los primeros siglos, la época de los santos»... Pero ¿qué se consigue con eso? ¿Acaso no es verdad que todos los tiempos constituyen una sucesión de efectos de la acción de Dios, que se expande sobre todos los instantes llenándolos, santificándolos, sobrenaturalizándolos? ¿Es que en otros tiempos pasados ha habido alguna manera de abandonarse a esa acción divina que hoy ya no sea posible? ¿Los santos de los primeros siglos estaban en posesión de algún secreto espiritual distinto, que el de ir realizando en cada momento lo que la acción divina quiere realizar en ellos? ¿Habrá que pensar que esta acción divina dejará de difundir su gracia hasta el fin del mundo sobre las almas que se le abandonen sin reservas?

Amor querido, amor adorable, eterno y eternamente fecundo y siempre maravilloso, acción de mi Dios: tú eres mi libro, mi doctrina, mi ciencia; en ti están mis pensamientos y palabras, mis acciones y cruces. No llegaré a ser lo que tú quieres hacer de mí, consultando tus obras en otros, sino recibiendo yo tus obras en todas las cosas, por esa vía real y antigua, el camino de mis padres. Como ellos, yo pensaré y hablaré y seré iluminado. Y en esto es en lo que quiero imitarlos y citarlos a todos, copiándoles siempre.

Si no se tiene la ciencia espiritual de saber apropiarse en todas las cosas de la acción divina, es normal que se recurra al uso de innumerables medios. Pero esta multiplicidad no puede dar lo que se encuentra en la unidad original, en la que cada instrumento encuentra una moción genuina, que le lleva a actuar incomparablemente.

Atención al Maestro interior

Jesús nos ha enviado un maestro [el Espíritu Santo] al que nunca escuchamos bastante. Él habla a todos los corazones, y le dice a cada uno la palabra de vida, la palabra única. Pero no se le presta atención. Se pretende saber lo que ha dicho a los otros, pero no escuchamos lo que nos dice a nosotros mismos. Y es que no miramos suficientemente las cosas en la entidad sobrenatural que les es dada por la acción divina. Es siempre preciso recibirla y actuar según su impulso, a corazón abierto, con un ánimo de plena confianza y generosidad, pues ella no puede hacer mal alguno a quienes así la reciben.

La inmensa acción que desde el comienzo de los siglos hasta el fin es siempre en sí la misma se difunde en todos los momentos, y se comunica en su inmensidad e identidad al alma sencilla, que la adora y le ama, y que sólo en ella se goza.

Según decís, estarías encantados de tener una ocasión de morir por Dios. Una entrega de tal heroísmo, una vida de este estilo os sería grata. Perderlo todo, morir abandonado, sacrificarse por los otros, son ideas que os encantan. Pues bien, yo, Señor, te doy gloria, toda la gloria, por tu acción divina, y encuentro en ella toda la felicidad del martirio, el mérito de las penitencias y el valor de los servicios más abnegados al prójimo. Esta acción divina me basta, y de cualquier manera que me haga vivir y morir estoy con ella contento. Me agrada ella misma mucho más que todas las cualidades de sus instrumentos y efectos, porque ella, extendiéndose sobre todas las cosas, todo lo diviniza, cambiándolo todo en sí misma. Todo me es cielo, todos mis instantes diarios son para mí acción divina purísima. Por eso, en la vida y en la muerte, quiero estar contento con ella.

Inmensidad de la acción divina

Sí, Amor querido, no seré yo quien te señale horas ni maneras, pues siempre que me visites, serás bienvenido. Yo creo, acción divina, que te has dignado revelarme algo de tu inmensidad, y ya no quiero dar paso alguno si no en tu seno infinito. Todo lo que de ti fluye hoy, venía de ti ayer. De la inmensidad de tu fondo brota un torrente de gracias, que derramas incesantemente sobre todas las cosas, sosteniéndolas e impulsándolas. No he de buscarte, pues, en los estrechos límites de un libro, en una vida de santo, o en sublimes ideas. Todas esas cosas no son más que unas gotas de ese mar inmenso que veo difundirse sobre todas las criaturas, inundándolas todas. Son como átomos que desaparecen en ese abismo. No pienso, pues, buscar más esa acción divina en los pensamientos de personas espirituales, ni mendigaré mi pan de puerta en puerta, ni les haré más la corte.

Sí, Señor, quiero vivir de modo que te haga honor, como hijo de un padre verdadero infinitamente sabio, bueno y poderoso. Quiero vivir según mi fe. Y ya que creo que tu acción divina se aplica por todas las cosas y en todos los momentos a mi perfección, quiero vivir siempre de esta grande renta inmensa, que nunca va a faltarme, renta siempre presente y adecuada a mis necesidades.

¿Hay acaso alguna criatura cuya acción pueda igualarse a la de Dios? Y puesto que esta mano increada es la que dispone por sí misma todo cuanto me sucede ¿iré yo a buscar ayudas en las criaturas, que son impotentes, ignorantes y egoístas? Antes yo moría de sed, me apresuraba de fuente en fuente, de uno a otro arroyo, cuando de pronto una mano invisible derrama sobre mí un diluvio, cuyas aguas me rodean por todas partes. Todo ahora se convierte en pan que me alimenta, jabón que me limpia, fuego que me purifica, cincel que traza en mí figuras celestiales. Todo es instrumento de gracia para todas mis necesidades. Y cuanto yo buscaba en tantas otras cosas, ahora me busca a mí incesantemente, y se me entrega por todas las criaturas.

¿Por qué se ignora tanto todo esto?

Amor divino, ¿será preciso que todo esto sea ignorado, que tú, por así decirlo, te eches a los brazos de todos lleno de gracias y que, sin embargo, te anden buscando en rincones y escondrijos donde no te van a encontrar? ¡Qué locura, no respirar al aire libre, no afirmar bien los pies en pleno campo, carecer de agua en medio del Diluvio, no encontrar a Dios, no gustar de Él, no recibir su unción en todas las cosas!

¿Andáis buscando algún secreto para entregaros a Dios plenamente? No hay otro, almas queridas, sino el de servirse de todo lo que se presenta. Todo lleva a esa unión, todo perfecciona, fuera del pecado y de lo que falta al deber. No hay más secreto que recibirlo todo y dejarle hacer a Dios. Todo os dirige, os endereza y os lleva. Todo es bandera, litera y carroza confortable. Todo es mano de Dios, tierra, aire y agua, todo es divino para el alma.

Fecundidad grandiosa de la acción divina

La acción divina es más extensa y presente que los diversos elementos. Entra en vosotros por todos vuestros sentidos, siempre que usáis de ellos según la voluntad de Dios, pues hay que cerrarlos y resistir a todo lo que le sea contrario. No ha átomo que, al penetraros, no haga penetrar con Él esta acción divina hasta la médula de vuestros huesos. Los humores vitales que llenan vuestras venas corren por el movimiento que Él les imprime. Todas las diferencias de fuerza o debilidad, de euforia vital o de desfallecimiento, la vida y la muerte, no son sino instrumentos divinos que está obrando. Y así, hasta los mismos estados corporales son todos obras de gracia. Todos vuestros sentimientos y pensamientos, vengan de aquí o allá, todo procede de esta mano invisible.

En fin, no hay corazón ni espíritu creado que pueda enseñaros todo lo que esta acción divina quiere hacer en vosotros. Pero ya lo iréis aprendiendo por sucesivas experiencias. Vuestra vida se desliza sin cesar en este abismo desconocido, donde no habéis de hacer nunca otra cosa que amar, creyendo que es lo mejor aquello que os es presente, y confiando totalmente en que esta acción, por sí misma, sólo puede haceros bien.

Todos podrían llegar a la santidad por esta vía

Sí, Amor querido, todas las almas llegarían a estados sobrenaturales, sublimes, admirables, inconcebibles, si todas se contentasen sólo con tus acciones. Ciertamente, si se supiera dejar hacer a esta mano divina, se llegaría a la perfección más alta. Todos la alcanzarían, pues ella está ofrecida a todos. No hay más que abrir la boca, y ella entra suavemente, como una bebida, pues no hay alma que no esté llamada a una santidad maravillosa. Todos vivirían, obrarían y hablarían con una perfección milagrosa. Imitándose unas a otras, todas las criaturas, mediante las cosas más comunes, se verían singularizadas por la acción divina.

¡Ay, Dios mío! ¿Cómo podría yo convencer a tus criaturas de las verdades que estoy diciendo? ¿Por qué, poseyendo yo este tesoro, y pudiendo enriquecer con él a todo el mundo, he de ver secarse las almas como las plantas en el desierto? Venid, almas sencillas, que no tenéis ninguna traza de devoción; vosotras, que no tenéis talento alguno y que ignoráis los primeros elementos de instrucción y método; que ni siquiera conocéis los términos espirituales; que os admiráis y asombráis de la elocuencia de los sabios. Venid, y yo os enseñaré un secreto con el que vais a ser más grandes que esos hombres tan sabios. Venid, y os haré ver cómo tenéis la perfección a vuestro alcance, y cómo podéis encontrarla bajo vuestros pies, sobre vuestra cabeza, a vuestro alrededor. Os uniré a Dios y os tendré de la mano desde el primer momento en que practiquéis lo que os diré.

Venid, pero no para estudiar el mapa de la espiritualidad, sino para poseerla y caminar con gusto por sus senderos, sin temor a extraviaros. Venid, no para conocer la historia de la acción divina, sino el modo de haceros objeto de ella; no para aprender lo que ella ha hecho en el curso de los siglos y que sigue haciendo, sino para que vengáis a ser el simple sujeto de su actuación. No necesitáis conocer las palabras que esa acción divina hace entender a los otros, para que las repitáis después ingeniosamente, sino tenéis que escuchar aquéllas que os dará a vosotros como propias.

El Espíritu Santo sigue escribiendo historias sagradas

El Espíritu infinito se difunde en todos los corazones para darles una vida absolutamente particular. Él habla en Isaías, Jeremías, Ezequiel, en los apóstoles, y todos, sin estudiar unos los escritos de los otros, sirven de instrumentos a ese Espíritu para dar al mundo obras siempre nuevas. Y si las almas supieran asimilar esta acción, su vida no sería sino una serie de divinas escrituras, que, hasta el fin del mundo, se seguirían escribiendo, no con tinta y papel, sino sobre sus corazones [2Cor 3,3]. Todo esto llena el Libro de la Vida, que no será, como la Sagrada Escritura, la historia de la acción divina durante los siglos, desde la creación hasta el juicio final, sino que en él serán escritas todas las acciones, pensamientos, palabras y sufrimientos de las almas, de tal modo que la Escritura vendrá a ser entonces una historia completa de la acción de Dios.

La continuación del Nuevo Testamento se escribe ahora, en el presente, mediante acciones y sufrimientos. Las almas santas han venido a suceder así a los profetas y apóstoles, pero no para escribir Libros canónicos, sino para continuar la historia de la acción divina con sus vidas, cada uno de cuyos instantes son como sílabas y frases, mediante las cuales este acción se expresa de una manera viva. Los libros que el Espíritu Santo inspira al presente son libros vivientes. Cada alma santa es un volumen, y este Autor celeste va haciendo así una verdadera revelación de su obra interior, manifestándose en todos los corazones y a lo largo de todos los momentos.

Eterno plan de Dios hoy, en el tiempo

La acción de Dios realiza en la sucesión de los tiempos el plan que la Sabiduría divina ha formado acerca de todas las cosas. Todas ellas tienen en Dios su propio plan, que sólo es conocido por la Sabiduría. Si conociérais todos los planes divinos, excepto el vuestro, tal conocimiento no os valdría para nada. El ejemplo a seguir, que es propuesto por la acción divina, es el Verbo, en Él ve el modelo en el que tú debes ser formado, es decir, Él contiene todo lo que es conveniente para todas y cada una de las almas santas. Así, la Sagrada Escritura comprende una parte de todo aquello que es conveniente, y las operaciones que el Espíritu Santo forma en nuestro interior completan el resto, siempre sobre el modelo que el Verbo le propone.

Pues bien, ¿no os dais cuenta de que el único secreto para recibir el carácter de este plan eterno es ser un instrumento dócil en sus manos, y que los esfuerzos y especulaciones son para esto completamente inútiles? ¿No entendéis claramente que esta obra no va adelante en absoluto por vía de habilidad, inteligencia, sutileza de espíritu, sino por la vía pasiva del abandono, que dispone en todo a recibir y a ofrecerse, como un metal en el molde, como una tela bajo el pincel, como una piedra bajo la mano del escultor? No, no es el conocimiento de todos esos misterios divinos que la voluntad de Dios obra y obrará en todos los siglos lo que nos hace conformes al plan que el Verbo ha concebido sobre nosotros, sino la impresión admitida por nosotros de este sello misterioso. Una impresión que no se hace en el pensamiento por medio de ideas, sino en la voluntad por el abandono.

Felices con el plan de Dios

La sabiduría del alma sencilla consiste en contentarse con lo que le es propio, guardándose en los límites de su camino, sin salirse de su línea, sin curiosidad por saber cómo obra Dios, y se conforma con ver cumplida su voluntad sobre ella. No hace, pues, ningún esfuerzo por adivinarla por medio de comparaciones y conjeturas, ni se afana por saber más de lo que en cada instante le revela esa voluntad divina. Escucha la palabra del Verbo eterno cuando se hace oír en el fondo de su corazón, y no está deseosa de saber lo que el Esposo dice a los otros, contentándose con lo que ella misma recibe en lo interior de su corazón. Y de esto modo, sea que reciba mucho o poco, y de la naturaleza que sea, todo, en cada instante, la va divinizando sin ella saberlo.

Así es como el Esposo habla a la esposa con el lenguaje real de su acción santa, que ella no comprende, pues sólo ve lo natural de lo que le toca sufrir y hacer. Y así es como la espiritualidad del alma es santa, completamente substancial e íntimamente difundida en todo su ser. No la mueven a obrar las ideas ni las palabras altisonantes, que por sí mismas no sirven más que para hinchar el alma. Algunos dan en la vida espiritual mucha importancia al talento, pero no es apenas necesario, y a veces resulta perjudicial. En realidad lo único necesario es aplicarse fielmente a aquello que Dios va dando para sufrir o hacer.

Vana curiosidad espiritual

Y sin embargo, se deja este alimento substancial divino y se ocupa el espíritu en historias maravillosas de la obra divina, en vez de continuarlas en uno mismo por la fidelidad. Nuestra curiosidad se satisface leyendo esas maravillas de las obras divinas, pero esta lectura, en realidad, no sirve más que para disgustarnos de esas cosas, pequeñas en apariencia, por las que podría hacer Dios en nosotros cosas grandes, si no las despreciáramos. ¡Qué insensatos somos! Admiramos, bendecimos esta acción divina en los escritos que exhiben estas historias, y cuando Dios quiere continuar escribiéndolas sin tinta en nuestros corazones, movemos nosotros el papel con nuestras inquietudes continuas, y además no le dejamos escribir por la curiosidad de ver lo que Él hace en nosotros y en los demás.

Perdón, Amor divino, pues no puede escribir aquí sino mis defectos, ya que en mí mismo no he captado bien lo que es de verdad dejarte hacer. Todavía yo no me he dejado poner el molde. He recorrido tus talleres, admirando tus obras de arte, pero en modo alguno me he entregado todavía a ti con el abandono necesario para recibir los trazos de tu pincel. Pero, en fin, aquí me tienes, querido Maestro mío, mi Doctor, mi Padre, mi Amor querido. Quiero ser tu discípulo, y deseo ir solamente a tu escuela. He vuelto como el hijo pródigo, hambriento de tu pan. Dejo a un lado ideas y libros espirituales. Prescindo de conversaciones vanas, y solamente usaré de todas esas cosas cuando lo quiera la acción divina, no por satisfacerme, sino para obedecerte en todas las cosas que se presenten. Quiero ocuparme en el único asunto del momento presente para amarte, para cumplir mis obligaciones y para dejarte hacer en mí.

Ciencia suprema del plan divino

Cuando un alma ha encontrado la moción divina, deja todas las prácticas y obras fijas, métodos y medios, libros, ideas y personas espirituales, a fin de quedar suelto solamente bajo la guía de Dios y de su moción, que viene a hacerse así el principio único de su perfección. El alma es de este modo, bajo la mano divina, como todos los santos han sido siempre. Sabe bien que únicamente esta acción divina conoce el camino que le es propio, y que si se pone a buscar medios creados no conseguirá sino apartarse de la obra desconocida que Dios realiza en ella. En efecto, sólo la acción divina misteriosa puede dirigir y guiar las almas por los caminos que sólo ella conoce.

Participan estas almas de la disposición del viento, que sólo puede ser conocido en el momento presente, pues en qué dirección haya de ir después, según la voluntad de Dios y su ordenación divina, únicamente podrá ser conocido en los momentos siguientes [Jn 3,8]. Lo que Él hace en estas almas y les hace hacer, bien sea por inspiraciones secretas inequívocas, o bien por el deber del estado en que viven, es todo lo que ellas saben de espiritualidad: ésas son sus visiones y revelaciones privadas, ésa es toda su sabiduría y su don de consejo, y es tal que nunca se ven carentes de nada.

El justo vive de la fe

La fe certifica a estas almas la bondad de lo que están haciendo. Si leen o hablan, si escriben o consultan, solamente es para discernir mejor los medios concretos de la acción divina. Son cosas que entran en el orden providencial, y ellas las toman en ese sentido, como todas las demás cosas, tratando de apropiarse totalmente la moción divina, sin apropiarse de las cosas, y aprovechándose tanto de su presencia como de su carencia. Estas almas, continuamente apoyadas por la fe sobre esta acción infalible, inmutable, siempre eficaz, son capaces de verla y de gozar de ella en todas las cosas, sean grandes o pequeñas. Cada momento les comunica la acción divina pura y entera, y así usan ellas de las cosas no porque pongan en ellas su confianza, sino por obediencia a Dios y a esta acción interior, que ellas por la fe encuentran perfectamente hasta en las cosas aparentemente contrarias. Su vida se pasa así no en búsquedas y ansiedades, no en disgustos y lamentos, sino en una seguridad continua de tener siempre lo más perfecto.

Todas las situaciones del cuerpo y del alma, todo lo que les sucede por fuera o por dentro, aquello que cada instante les revela, constituye para estas almas su felicidad, pues es para ellas plenitud de acción divina. El más o el menos no tienen importancia alguna, porque lo que esta acción realiza es siempre la medida justa y verdadera. Y así, si ella quita pensamientos y palabras, libros, alimentos y personas, salud y la misma vida, es lo mismo que si diera lo contrario. Y el alma ama esa acción divina, y en uno u otro caso la cree igualmente santificante, sin dudar nunca de la oportunidad de su guía. Basta que las cosas estén para que el alma las apruebe, y basta que no estén para que las considere inútiles.

El momento presente

El momento presente es siempre como un embajador que manifiesta la voluntad de Dios, y el corazón fiel le responde siempre: fiat. Así el alma en todas las alternativas se encuentra en su centro y lugar. Sin detenerse jamás, va viento en popa, y todos los caminos y maneras la impulsan igualmente hacia adelante, hacia lo ancho e infinito: todo es para ella, sin diferencia alguna, medio e instrumento de santidad, en tanto considere siempre que eso que se presenta es lo único necesario [Lc 10,42].

No busca ya el alma con preferencia la oración o el silencio, el retiro o la conversación, la lectura o la escritura, ni la reflexión o el cesar de discurrir; no le preocupa el alejamiento o la búsqueda de libros espirituales, o elegir entre abundancia o escasez, enfermedad o salud, vida o muerte. Simplemente, lo que ella busca en todo momento es la voluntad de Dios; lo único que pretende es el despojamiento, el desasimiento, la renuncia a todo lo creado, sea real o solamente afectiva, no ser nunca nada por sí y para sí, ser siempre en la voluntad de Dios, para agradarle en todo, haciendo de la fidelidad al momento presente su única alegría, como si no hubiera otra cosa en el mundo digna de su atención.

Lo único necesario: santificar el nombre de Dios

Si todo aquello que va sucediendo al alma abandonada es lo único necesario, está claro que nunca le falta nada, y que nunca jamás deberá quejarse. Y si lo hace, es evidente que le falta fe y que vive por la razón y los sentidos, que no alcanzan a ver esa suficiencia magnífica de la gracia, y que por eso nunca están contentos.

Santificar el nombre de Dios, en la expresión de la Escritura, significa reconocer su santidad, adorarla y amarla en todas las cosas que proceden de la boca de Dios, como palabras suyas. Lo que Dios hace en cada momento es una palabra suya, que significa algo. Y así todas ellas, expresando entrelazadas su voluntad, no son sino nombres y palabras que nos revelan sus designios.

La voluntad divina es única en sí misma: no tiene más que un solo nombre misterioso e inefable. Pero, en cambio, se multiplica hasta el infinito en sus efectos, que son otros tantos nombres que ella toma. Y en este sentido, santificar el nombre de Dios, al mismo tiempo que es conocer, amar y adorar ese nombre inefable, que es su esencia, es también conocer, amar y adorar su adorable voluntad en todos los momentos, en todos sus efectos, mirándolo todo como velos, sombras y nombres diversos de esa voluntad eternamente santa: santa en todas sus obras, santa en todas sus palabras, santa en todas las maneras de presentarse, santa en todos los nombres que pueda llevar.

Job, David

Así es como bendecía Job el nombre santo de Dios. La desolación total que le afligía era bendecida por este hombre santo, porque le significaba la voluntad de Dios. No llamaba ruina a su repentina miseria, sino que la bendecía, mirándola como una significación del nombre santo de Dios. Y al bendecir la voluntad divina, significada por las más terribles apariencias, estaba confesando que era perfectamente santa, sean cuales fuesen la forma y los nombres que tomara [Job 1,21].

Así es como David bendecía siempre, en todo tiempo y lugar, el santo nombre divino. El descubrimiento continuo de su manifestación, esa revelación de la voluntad de Dios en todas las cosas, es lo que hace posible que Él reine en nosotros, que haga su voluntad en la tierra como en el cielo, que así nos alimente incesantemente [Mt 6,9-11].

El Padre nuestro

De ese modo entendemos y vivimos la substancia misma de el Padre nuestro, la oración incomparable que nos enseñó Jesucristo. Todos los días rezamos esta oración varias veces, según el mandamiento de Dios y de su santa Iglesia. En todos los momentos la estamos rezando en el fondo del corazón, si nuestro amor está pronto a sufrir y hacer todo lo que disponga la divina voluntad adorable. Y eso que la boca dice, pronunciando sucesivamente sílabas y palabras, el corazón lo dice realmente en cada instante.

Y de este modo las almas sencillas bendicen a Dios continuamente en lo más profundo de su corazón, doliéndose de su impotencia, que no les permite hacerlo de otro modo. Así se hace verdad que a estas almas de fe Dios hace donación de sus gracias y favores incluso por aquello mismo que parece una privación. Ése es el secreto de la Sabiduría divina, empobrecer los sentidos enriqueciendo el corazón; un vacío de aquéllos permite la plenitud de este otro. Y todo esto se cumple tan universalmente, que la santidad más grande se da en las apariencias más pequeñas.

Todo lo que sucede en cada momento lleva en sí el sello de la voluntad de Dios. ¡Qué santo es su nombre! ¡Qué justo es, pues, bendecir lo que sucede y tratarlo como algo sagrado, que santifica a quien se aplica! ¿Podrán considerarse los sucesos que expresan el nombre divino sin sentir hacia ellos una veneración infinita? Son un maná divino, que baja del cielo para darnos un crecimiento continuo en la gracia. Son un reino de santidad que entra en el alma. Son el pan de los ángeles, que se come en la tierra como en el cielo. Ninguno de nuestros instantes es pequeño, pues todos llevan en sí un reino de santidad, un alimento angélico.

Venga, Señor, ese reino a mi corazón, para santificarlo, alimentarlo, purificarlo y hacerlo victorioso de todos mis enemigos. Precioso momento, ¡qué pequeño pareces y qué grande eres a los ojos de mi corazón, pues eres el medio para recibir uno a uno los dones de la mano de un Padre que reina en los cielos! Todo lo que viene de lo alto es excelente, todo lo que de allí viene lleva el sello de su origen celestial.

Con libros o sin ellos, con medios o sin medios

Es completamente justo, Señor, que el alma que no se satisface en la plenitud divina del momento presente, «que desciende del Padre de las luces» [Sant 1,17], tenga en ello su castigo, siendo incapaz de hallarse contenta con ninguna cosa.

Si los libros, los ejemplos de los santos, los discursos espirituales quitan la paz y dan sensación de hartura, eso es una señal de que no nos hemos llenado de todas esas cosas por un puro abandono al momento presente de la acción divina, sino por propia avidez. La saciedad, entonces, cierra la entrada a la plenitud de Dios, y es preciso vaciarse de todo eso. En cambio, cuando la acción divina dispone todas esas cosas, el alma las recibe como recibe todo, es decir, como voluntad de Dios, y hace uso de ellas en su justa medida, para ser fiel, y pasada su hora, las deja al instante, contentándose siempre con el momento presente.

La lectura espiritual hecha por fidelidad a la acción divina da con frecuencia inteligencia de unas ideas que los autores nunca tuvieron. Dios se sirve así de palabras y de obras de otros para inspirar verdades que no han sido expresadas. Quiere iluminar por estos medios, y se sirve de ellos en el abandono. Y todo medio dispuesto por la acción divina tiene una eficacia que supera siempre su virtud natural y aparente.

Es condición previa del abandono llevar siempre por un camino misterioso, por el que se recibe de Dios dones extraordinarios y milagrosos mediante el uso de cosas comunes, naturales, fortuitas, impuestas por el azar, en las que no se ve nada más que el curso ordinario de los acontecimientos del mundo y de los elementos. Así, por ejemplo, los sermones más simples y las conversaciones más comunes, igual que los libros menos notables, por la gracia de Dios, se convierten para estas almas en fuentes de inteligencia y sabiduría. Por eso mismo ellas recogen con todo cuidado esas migajas que los espíritus fuertes desprecian y pisan bajo sus pies. Todo les es precioso, todo les enriquece, guardan una indiferencia indecible frente a todas las cosas, sin menospreciar ninguna, respetándolas todas y obteniendo de todas alguna utilidad.

Encontrar a Dios en todas las cosas

Cuando se encuentra a Dios en todas las cosas, el uso que de ellas se hace por su voluntad no es uso de criaturas, sino fruición de la acción divina, que transmite sus dones por estos diversos canales. Estas cosas no santifican en absoluto por sí mismas, sino únicamente como instrumentos de la acción divina, que puede comunicar y comunica con gran frecuencia sus gracias a las almas sencillas a través de cosas que, en apariencia, son opuestas al fin que ella se propone.

La acción divina limpia con el barro [Jn 9,6-7], igual que con la más sutil de las materias, y el instrumento del que ella quiere servirse [la fe] es siempre único y el mismo. La fe cree siempre que nada le falta. Nunca se queja de la carencia de aquellos medios que estima útiles para su adelantamiento, porque sabe bien que el Obrero que les da eficacia, los suple eficazmente por su voluntad. En efecto, esta voluntad santa divina es la virtualidad de todas las criaturas.

Con más o con menos talentos

El talento, con todo lo que de él depende, quiere ser considerado como el primero entre los medios dispuestos por Dios para que de ellos nos sirvamos. Y sin embargo, es preciso reducirlo al último lugar, como a un esclavo peligroso. El corazón sencillo podrá obtener de él grandes servicios, si sabe tenerlo a raya; pero sufrirá de él graves perjuicios, si no lo mantiene bien sujeto. Cuando el alma ansía en exceso ciertos medios creados, la acción divina le dice al corazón «mi gracia te basta» [2Cor 12,9]. Pero si ella ansía renunciar a esos medios, la acción divina le dice al alma que son instrumentos que ella no debe tomar o dejar por su cuenta, sino que debe ajustarse con sencillez a la voluntad de Dios, «usando de todo como si no se usara» [1Cor 7,31], o bien «privada de todo, pero poseyéndolo todo» [2Cor 6,10].

Siendo la acción divina una plenitud indeficiente, el vacío que causa la acción propia es una plenitud engañosa, que excluye la acción divina. La plenitud de la acción divina, transmitida por el medio creado que ella aplica, causa un verdadero crecimiento de santidad y simplicidad, de pureza y desasimiento. Se recibe así al príncipe, recibiendo su séquito. Sería hacerle injuria al príncipe no prestar ningún homenaje a sus acompañantes, con el pretexto de que se le quiere recibir a él solo. Apliquémonos, pues, todo esto. El mismo Dios santo de los siglos antiguos es el Dios del presente y de los siglos por venir, y no hay momento que Él no plenifique con su infinita santidad.

Si lo que Dios mismo elige para ti no te satisface ¿qué otra mano que la suya podrá contentarte? Si te disgusta la comida que la misma voluntad divina te ha preparado ¿qué alimento será agradable a gusto tan depravado? El alma no puede ser verdaderamente alimentada, fortalecida, purificada, enriquecida, santificada, sino por esta plenitud divina del momento presente. ¿Qué más quieres tú? Si puedes encontrar ahí todos los bienes ¿para qué los andas buscando en otras partes? ¿Entiendes tú de estas cosas más que Dios? Si Él ha ordenado que esto sea así ¿cómo te atreves tú a desear que no sea así? ¿Piensas que pueden equivocarse su sabiduría y su bondad? Desde el instante en que ves que Él hace una cosa ¿no has de estar tú convencido de que es excelente? Convéncete de que la acción divina emanada de la disposición de Dios es necesariamente excelente, pues es su voluntad, y de que no vas a encontrar en otra parte una santidad, por buena que sea en sí misma, que sea más apropiada para tu santificación.

Contentos con lo que Dios dispone

¡Cuánta incredulidad hay en el mundo! ¡Qué indignamente piensan y juzgan de Dios, protestando sin cesar de su acción divina y tratándola como no se trataría a un artesano experto en su oficio! El alma se empeña en obrar dentro de sus límites y según las reglas que forja su débil razón. Pretende una y otra vez reformar la disposición de Dios, y todo son quejas y murmuraciones. A veces nos sorprendemos de lo mal que los judíos trataron a Jesucristo. Y sin embargo ¡ay, Amor divino, voluntad adorable, acción infalible, cómo se te trata! Pero ¿es que acaso puede ser inoportuna la voluntad divina o puede equivocarse?...

Me dirás quizá: «es que yo tengo tal asunto, me falta tal cosa, se me quitan los medios necesarios. Este hombre se atraviesa en mis trabajos, que son tan santos. ¿No es esto indignante? Esta enfermedad me sobreviene justamente cuando es absolutamente necesario que yo esté sano»...

Y yo te contesto: la voluntad de Dios es lo único necesario [Lc 10,42]. Y todo lo que ella no da es completamente inútil. No, no, queridas almas, no os falta nada. Todo eso que llamáis reveses, contratiempos, inoportunidades, sinrazones y contrariedades, si supiérais de verdad lo que son, quedaríais completamente avergonzados. Todo eso que decís, aunque no os deis cuenta, son blasfemias. Todo es no es otra cosa que la voluntad de Dios, blasfemada por sus hijos queridos, que la desconocen.

Jesús mío, cuando estabas en la tierra, los judíos te trataron de embaucador [Lc 23,2.5.14] y te llamaron samaritano [Jn 8,48]. Y ahora, hoy mismo, ¿cómo se considera tu voluntad adorable, la tuya, que vives y reinas por los siglos de los siglos, siempre digno de bendición y alabanza? ¿Habrá algún momento, desde la creación del mundo hasta nuestros días o en el tiempo futuro, hasta el juicio final, en el que el santo nombre de Dios no sea digno de alabanza? ¡El Nombre que llena todos los tiempos y que atraviesa todos los siglos! ¡El Nombre que hace santificantes todas las cosas! Pero ¿cómo es esto? ¿Será posible que eso que llamamos voluntad de Dios pueda hacerme algún mal? A ningún sitio puedo ir yo para encontrar nada mejor, si soy capaz de captar la acción divina sobre mí, recibiendo el efecto de esa divina voluntad.

Oyendo a Dios, que nos habla en cada cosa

¿Cómo habremos de prestar oído a la palabra que Dios nos dice en el fondo del corazón en cada momento? Si nuestros sentidos y nuestra razón no oyen nada, si no entienden la verdad y bondad de esas palabras, ¿no es debido a su incapacidad para la verdad divina? ¿Habrá de extrañarme que el misterio divino desconcierte la razón humana?

Dios habla, y es un misterio, es muerte para mis sentidos y para mi razón, pues los misterios los inmolan. Pero el misterio no es sino vida del corazón por la fe, y no hay en esto contradicción alguna. La acción divina mortifica y vivifica al mismo tiempo. Cuanto más se experimenta su muerte, más se cree que da vida. Cuanto más obscuro es el misterio, más luz tiene para iluminarnos. Por eso el alma sencilla no encuentra nada tan divino como aquello que es menor en apariencia. Esto es lo que hace la vida de la fe.