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Casi una revuelta popular

El 16 de mayo de 1923, casi un año después, en una nueva reunión, la Congregación del Santo Oficio pronunció una condena firme y oficial en forma de un decreto hecho público. Esta «declaración» apareció en diversos periódicos, naturalmente en el L’Osservatore Romano en primer lugar, negando rotundamente «después de una investigación» el carácter sobrenatural de las gracias y los carismas del Padre Pío.

Las mentiras, las acusaciones del padre Gemelli y de Monseñor Gagliardi habían prevalecido sobre la verdad. A las medidas adoptadas el año anterior se sumaron otras más graves:

«Se ordena al Padre Pío no celebrar misa en público, sino en la capilla interna y no se permite asistir a nadie».

El texto de esta condena fue conocido en el convento por la revista oficial de la Orden, justo en el recreo de los monjes. Emmanuele Brunatto, que estaba presente, viviendo temporalmente en el convento como laico, nos lo cuenta:

«El padre guardián leía el decreto a sus hermanos, que estaban atónitos. Al acercarse el Padre Pío intentó disimular, pero éste lo tomó y lo abrió por la página exacta. Leyó en silencio, sin delatar la menor emoción. Luego volvió la página y habló de otro tema. A la hora de la siesta se retiró. Yo lo acompañé. Ya en su celda, fue a cerrar las persianas y permaneció unos momentos como mirando a lo lejos. Después se volvió y estalló en sollozos. Yo me eché a sus pies y le abracé las rodillas:

–¡Padre –le dije– usted sabe cuánto le amamos! ¡Nuestro amor tiene que confortarle!

–Pero, hijo, ¿no comprendes que no lloro por mí? Me costaría menos y tendría más mérito. Lloro por las almas que se ven privadas de mi testimonio... ».

La voz del pueblo

El padre Ignazio, guardián del convento, por orden de su superior provincial, con gran disgusto pidió al Padre Pío que en adelante celebrase misa a puerta cerrada, él solo con un ayudante y nadie más. El Padre obedeció sin rechistar.

Otra cosa fue la población de San Giovanni Rotondo, que en número de cinco mil se presentaron en el convento a protestar, con la banda de música al frente. Temían lo peor, que su «santo» hubiera ya sido trasladado. Tuvo que salir el Padre Pío a dar su bendición a la multitud exaltada.

El Santo Oficio insistió en que debía ser trasladado, y si era preciso con ayuda de la fuerza pública. La Sagrada Congregación escogió el convento de Ancona. Una vez más, el Padre Pío, sumiso, escribió a su superior provincial:

«Como hijo devoto de la santa obediencia, y en lo que de mí depende, obedeceré sin abrir la boca».

Pero el pueblo montó guardia día y noche, y bloqueó el único camino que lleva al convento, dispuesto a todo. El general De Bono, director de la seguridad pública, informó al padre general de la Orden:

–Tiene usted que saber, padre, que dicho traslado no es factible a menos que mande un contingente numeroso de fuerzas y no podremos evitar un gran derramamiento de sangre.

–Bien –decidió el padre general–, es mejor suspender esa orden hasta otra oportunidad.

El 24 de julio de 1923 el Santo Oficio en una advertencia solemne exhortaba a los fieles, con palabras muy graves, a que se abstuvieran de tener cualquier relación, ni por escrito, con el citado padre. Estas declaraciones repetidas desorientaron a los fieles, tanto laicos como religiosos, que no habían conocido personalmente al Padre Pío.

En 1924, que transcurría con cierta tranquilidad, el procurador general de los capuchinos mandó a todos los conventos una circular prohibiendo mencionar y divulgar lo relativo al Padre Pío, añadiendo:

«Debemos comportarnos como si nunca hubiéramos oído hablar del Padre Pío».

Un modesto hospital

La vida en el convento seguía igual. El Padre Pío, sencillo y humilde, sabía que los dones recibidos no eran para él, sino para dar un testimonio vivo de los padecimientos de Cristo en la cruz. No eran en absoluto ni para él ni para su vanidad, eran para ayuda de pecadores, para su conversión y encaminarlos a Dios. Su atención extrema a las necesidades de los más pobres le hace concebir y realizar lo que queda hoy como su gran obra terrenal: la Casa Sollievo della Sofferenza (la Casa de alivio del sufrimiento), uno de los hospitales más modernos de Italia. Tenía clarísimo que en el orden del amor es donde el bien responde al mal. El pueblo de San Giovanni Rotondo no tenía hospital, el más cercano estaba a 40 kilómetros. Necesitaba uno para sus enfermos de viruela, de tuberculosis, de septicemia, para los heridos de guerra y demás. Las curaciones se hacían muy lentas por falta de cuidados sanitarios. A esto se sumaban las necesidades de los peregrinos que iban en aumento. Un hospital permitiría atender a los enfermos y al mismo tiempo emplear con buen fin las ofrendas de los fieles que se iban multiplicando. No le faltaron desde el principio colaboradores y mecenas, así como doctores: el alcalde Morcaldi, Merla, su primer médico, Leandro Giuva, el cirujano Bucci, todos ellos se ofrecieron gratuitamente.

El primer intento había sido a principios de 1922, cuando se habilitó un antiguo convento de clarisas dentro del pueblo y se le puso por nombre Hostal de San Francisco. Fueron centenares las personas atendidas en este pequeño hospital gracias al trabajo de unos, a las oraciones y las donaciones de otros.

En 1938 un fuerte terremoto destruyó parte del edificio y parte del material que aún quedaba, puesto que el hospital había tenido que cerrar hacía ya tiempo por dificultades económicas. Se planteaba, entonces, tener que empezar de nuevo.