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Los golpes de San Pascual

Por los años de 1609 habitaba en el convento de Villarreal un sobrino de nuestro Santo, llamado Fr. Diego Bailón. El joven religioso, de una gran inocencia de costumbres y de gran virtud, estaba encargado del oficio de limosnero. Al volver de sus excursiones, solía este religioso pedir la bendición del Padre Guardián, e iba a orar ante el sepulcro de su glorioso tío. Una vez allí le daba cuenta, con ingenua confianza, de los incidentes de su viaje, le recomendaba a los bienhechores y le exponía sus sufrimientos.

No bien terminaba la relación de sus aflicciones sentía en la caja sepulcral un cierto ruido, cual si el Santo acabara de moverse en el féretro. Otras veces llegaban a sus oídos suaves golpes, y entonces sentía en su corazón un gran consuelo. Los superiores, al conocer estos sucesos, comprobaron por sí mismos la veracidad de lo referido.

A partir de aquella época se repitió el prodigio con frecuencia, hasta tal punto que el P. Cristóbal de Arta, procurador de la causa, pudo reunir más de cincuenta ejemplos, sucedidos por aquel entonces y todos ellos plenamente comprobados (Vita l.II, cp.XV).

Transcribiremos aquí algunos de ellos. Durante el asedio de Pontarchi, se oyeron ligeros golpes, salidos del féretro, que anunciaron la brillante victoria obtenida sobre las tropas francesas por las tropas españolas. En 1640 se oyeron a lo largo de quince días golpes formidables, con los que anunciaba el Santo la rebelión de Portugal contra España.

Diego Candel, carmelita descalzo, era muy devoto del Santo, pero no se atrevía a hablar desde el púlpito sobre «los golpes de San Pascual», como ya entonces se les llamaba. Habiendo acudido cierto día a la iglesia de Villarreal, se puso a suplicar al Santo tuviera a bien disipar sus dudas, y sintió luego resonar tres golpes. El religioso, no obstante, prolongó su oración, y el Santo correspondió otra vez con tres nuevos golpes, los que, seguidos por último de otros tres, concluyeron por desvanecer para siempre sus vacilaciones.

La noticia de semejantes prodigios hizo que dos Padres jesuitas decidieran estudiar la cuestión sobre el terreno. Fuéronse a visitar la capilla en donde descansaba el santo cuerpo, y una vez allí pusiéronse a discutir acaloradamente acerca de la imposibilidad del prodigio. Una piadosa mujer que les oía, dirigió interiormente al Santo esta plegaria: «Mi querido Santo, es preciso que deis un golpe formidable con que tapar la boca a estos Padres». No había aún terminado la buena mujer esta súplica, cuando las santas reliquias hicieron resonar un golpe violentísimo. La mujer entonces, acercándose a los Religiosos les dijo la plegaria que acababa de hacer, y éstos, confusos, cayeron de rodillas ante el glorioso sepulcro, y dieron gracias al Santo por haberse dignado realizar en su presencia tan admirable prodigio.

Muchas otras fueron aún las circunstancias en que se repitieron estos golpes. Muchas fueron, también, las personas de consideración que pudieron presenciar parecidos prodigios, como el arzobispo de Patermo, Pedro de Aragón, y el virrey de Sicilia. Fenómenos semejantes se repitieron, de igual modo, en las imágenes y reliquias del Santo que recibían culto en diversos lugares. Numerosas personas que, en medio de sus aflicciones, recurrían a implorar su protección, fueron favorecidas con estos golpes, en prueba de haber sido atendidas favorablemente sus plegarias.

De este mismo prodigio fueron testigos, en 1669, muchos Obispos reunidos en presencia del Virrey, en ocasión en que se trataba de la canonización del Santo. El Arzobispo de Valencia y los otros Prelados enviaron a la Sagrada Congregación de Ritos una relación circunstanciada de los mencionados sucesos.

«Un tal prodigio, agrega Cristóbal de Arta, es en la actualidad tan frecuente en el reino de Valencia, que llega ya a reputarse la cosa más natural del mundo» (Vita l.II, cp.XV). Este fenómeno maravilloso tuvo muchas veces por objeto reavivar la devoción hacia el Santísimo Sacramento del altar, y era conseguido por medio de alabanzas a la Eucaristía. Así, pues, Pascual velaba, aun después de su muerte, por el culto de Jesús en el Sacramento, por el consuelo de los afligidos y por el bien de las almas.