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Milagros después de la muerte

La gloria de los elegidos de Dios, ya sea en la tierra, ya en el cielo, no comienza sino después de la muerte.

«Diríase, observa Montalembert, que el Altísimo se propone, con solicitud paternal, proteger la humildad de sus Siervos con las sombras del olvido o de las contradicciones de este mundo, en tanto no son sus despojos mortales los únicos que pueden convertirse en objeto de peligrosos homenajes» (Histoire de Sainte Elisabeth de Hongrie, cp. XXX).

No bien Pascual entra en el gozo de su Señor, su cuerpo comienza a ser objeto de veneración para cuantos anteriormente le habían conocido. Las gentes se disputan la suerte de apropiarse alguno de los objetos que pertenecieron al Santo. Unos penetran en su pobre habitación, en donde se hallaban solamente una imagen de papel, algunas sandalias que había arreglado para uso de la Comunidad y varios trapos viejos. Otros acuden a rodear su cadáver para venerarlo y para tocar al mismo sus rosarios y otros objetos de piedad.

Fue preciso dejar expuesto en la iglesia el cuerpo del Santo para que no quedasen defraudados los deseos de la mucha gente que afluía a visitarlo. Durante esos días Dios Nuestro Señor se digna honrar la memoria de su Siervo con admirables prodigios. Del rostro de Pascual mana un sudor maravilloso que no cesa de fluir a pesar de ser repetidas veces enjugado con un lienzo. Muchas fueron las milagrosas curaciones obtenidas mediante el uso de este licor sutil y perfumado.

La noticia de un tal prodigio atrae a la iglesia multitud inmensa de personas. Todos quieren apreciarlo por sí mismos y pugnan por acercarse al santo cuerpo. Entre los concurrentes está uno llamado Bautista Cebollín, natural de Castellón de la Plana, lisiado de ambas piernas. Apoyado éste en sus muletas, consigue, con no poco trabajo, abrirse paso hasta cerca del cadáver, y se inclina respetuosamente para besar la mano del Santo... cuando de improviso siente un ligero estremecimiento en todo su cuerpo, y viendo que podía estar en pie sin apoyo alguno, grita con indescriptible emoción: «¡Milagro! ¡Milagro! ¡Estoy curado!»

El grito causa impresión profunda en la concurrencia, la cual, aterrada por el contacto de lo sobrenatural, permanece por un instante muda de estupor, pero que luego, a semejanza de un mar agitado, se precipita con formidable empuje en la dirección de donde ha salido el grito.

Allí está aún Cebollín, puesto en pie y sin el menor vestigio de su pasada enfermedad, tenida por incurable. Profundamente agradecido a la clemencia de su bienhechor, sale al fin de la iglesia, proclamando el milagro y recorre sin la menor fatiga la población, invitando a los necesitados y a los enfermos a que no desperdicien la coyuntura de ir a buscar junto al santo cuerpo remedio para sus males.

Este milagro fue reconocido en el proceso de beatificación, y es mencionado en la Bula de Inocencio XII, Rationi.

Poco después se agolpan a las puertas del templo multitud de desgraciados que acuden a los pies del cadáver del Santo al objeto de impetrar la salud. Y las plegarias de muchos de éstos fueron favorablemente acogidas.

La Sagrada Congregación de Ritos reconoció como auténticas cinco curaciones obradas por el contacto del cuerpo del Santo en los tres días en que estuvo éste expuesto en la iglesia; pero no emitió su juicio sobre el carácter de otros sucesos referidos por los antiguos historiadores.

El pueblo unía con las suyas las súplicas y lágrimas de los enfermos que suplicaban curación. Y los religiosos, profundamente conmovidos a la vista de un tal espectáculo, no pensaron en darle sepultura; cosa que, por lo demás, era casi imposible, dado el concurso del pueblo que acudía a venerarlo. Al anochecer consiguieron, por fin, los religiosos cerrar las puertas del templo y acercarse al santo cuerpo, para dar curso libre a su devoción.

Llegó con esto la mañana del día segundo de Pentecostés, y pronto la iglesia volvió a verse invadida por multitud fervorosa y recogida. Se cantó a eso de las diez la Misa de Requiem. Durante la celebración del Santo Sacrificio se acercó al catafalco una familia de Castellón de la Plana, alentada por la curación milagrosa de su vecino Bautista. El padre y la madre conducían a los pies del Santo a su hija Catalina Simonis, que padecía, de muchos años atrás, tumores malignos en la frente, en los brazos y en los pies. Todos los esfuerzos de los cirujanos solo habían conseguido aumentar los sufrimientos de la niña, cuyo cuerpo estaba ya lleno de incurables úlceras.

El padre de la niña ruega al Santo en alta voz y con toda confianza que se compadezca de la suerte de su hija. La madre, en tanto, aplica a las llagas de la paciente un lienzo humedecido en el sudor que mana del rostro de Pascual.

Al llegar al momento de la consagración y de la elevación de la sagrada Hostia, el padre de la niña, exclama levantándose de repente y con el rostro demudado por la emoción: «¡Ánimo! ¡Milagro! ¡Milagro! ¡Fray Pascual abre los ojos!»

Los circunstantes, con estupor fácil de comprender, vuelven entonces la vista hacia el cadáver. Cuando la elevación del cáliz, ven que el Santo abre de nuevo los ojos, los fija en el altar y vuelve a cerrarlos cuando el sacerdote coloca sobre el altar el cáliz que contenía la Sangre preciosa de Jesucristo.

En este mismo instante obtiene su curación la pequeña Catalina, sin que quede en su cuerpo señal alguna de sus horribles llagas.

Este milagro, atestiguado por numerosísimas personas, fue reconocido en el proceso de beatificación y mencionado por Inocencio XII en la Bula Rationi. Y León XIII, a su vez, hace alusión al mismo por estas palabras: «Jacens in feretro, ad duplicem sacrarum specierum elevationem, bis oculos dicitur reserasse». (Providentissimus, 28-XI-1897). El P. Cristóbal de Arta lo refiere con todo lujo de detalles (Vita, l.II, cp. II).

¡Así manifestaba el humilde Pascual, veinticuatro horas después de su muerte, la devoción que había profesado al augusto Sacramento por medio de un prodigio, cuya veracidad Dios garantizaba con una curación milagrosa!

Otros sucesos de esta índole, y no menos formidables, sucedieron en ese mismo día, atestiguando siempre la santidad eminente del Siervo de Dios (Cft. Bolandistas, tom. IV Sanct., maji, Vita B. Paschalis, cp. XII).

Todos estos prodigios suscitaron un enorme entusiasmo en el pueblo y también en otros religiosos de otros conventos. En el tercer día después de Pentecostés se pensó en dar sepultura a los restos de fray Pascual, pero era tal la multitud que llenaba la iglesia que no había modo de cumplir este deber. El padre Guardián se vio, pues, obligado a reclamar la ayuda del comandante de la plaza, que acudió con los soldados de la guarnición. La muchedumbre fue evacuada de la iglesia a la fuerza. Las puertas se cerraron y los religiosos, tomando el santo cuerpo, lo colocaron en un ataud de madera, recubriéndolo con cal viva para acelerar su consunción.

Cerrado el féretro, fue colocado en un nicho abierto en el muro, debajo de una imagen de María, ante la cual solía orar el Santo con mucha frecuencia. Una vez terminado el sepelio abrióse de nuevo al público la puerta del templo. La multitud llenó de nuevo la iglesia inmediatamente, y al ver que se la había privado del cuerpo del Santo, intentó destruir su sepulcro, cosa que sin duda hubiera hecho a no habérselo impedido los soldados.

Sin embargo, una nueva curación realizada ante el sepulcro apaciguó la excitación de los espíritus. Nos referimos a la curación de una pobre mujer llamada Catalina Solá, que estaba lisiada a consecuencia de una grave caída. Con esta curación les hacía conocer el Santo que no olvidaba a su pueblo. Y de hecho el Siervo de Dios continuó testimoniando la eficacia de su protección para con los habitantes de Villarreal y para con todos aquellos que confiadamente le invocaban.

Multitud de prodigios, reconocidos casi todos en los procesos de beatificación y canonización, y entre los cuales figuran muchas resurrecciones de muertos, vinieron después a confirmar a los ojos del mundo la santidad de Pascual y la gloria de que gozaba el Santo en el reino de Dios.

Ocho meses después de la muerte del Bienaventurado llegaba a Villarreal el provincial, P. Juan Ximénez, quien ordenó se abriera en su presencia el sepulcro del Siervo de Dios. Se abrió el féretro, salió de él un suave perfume y pudo verse el cuerpo del Santo completamente intacto. Tuvo esto lugar durante la noche, en presencia del Guardián y de dos religiosos del convento. Una vez practicado dicho reconocimiento, el Provincial dispuso que se dejara el ataúd en el lugar que antes ocupaba y que se cerrase de nuevo el sepulcro (P. Ximénez, Crónica cp.LXV).

El cadáver fue exhumado una vez más en 1594, en presencia del P. Diego, provincial, y a petición de los religiosos de Villarreal, que deseaban verlo por vez postrera. Los vestidos estaban, a la sazón, reducidos a polvo, pero el cuerpo no presentaba aún señal alguna de descomposición.

Poco tiempo después llevóse a cabo una nueva inspección del cadáver, el cual continuaba intacto, si bien se notó que, debido a una piedad indiscreta, había sido forzada la cerradura del féretro por la parte a que daban los pies, al objeto de robar al cuerpo algunas reliquias. Esto nos da a conocer la causa de que hayan podido llegar a diversos lugares muchas reliquias del Santo.

Por último, el comisario apostólico, Gesenio Casanova, obispo de Segorbe, abrió el 23 de julio de 1611 el féretro en presencia del P. Ximénez, procurador de la causa, del párroco de Villarreal, de las autoridades civiles y de varios médicos y personas de distinción. El Obispo promulga la pena de excomunión reservada al Soberano Pontífice contra los que se atrevan a apoderarse de cualquier reliquia. El santo cuerpo aparece bien conservado y sin señal alguna de descomposición, y de él se desprende un suave olor que fue sentido por todos los presentes.

La memoria de este justo era un perfume suave, símbolo del buen olor de sus virtudes. Los cuatro médicos y cirujanos presentes escribieron, bajo la fe del juramento, el acta auténtica de este reconocimiento. Atestiguaron que no podía atribuirse a causa alguna natural tan admirable conservación, y redactaron en tal sentido una declaración, que firmaron después, y que fue además confirmada por el Obispo y los demás testigos, y se halla inserta en los legajos de la causa.

A todo esto los milagros iban en aumento, y se realizaban innumerables curaciones, ya junto al sepulcro mismo, ya por medio de las reliquias del Santo. Grandemente impresionados los hijos de San Francisco y las autoridades eclesiásticas a la vista de estas manifestaciones sobrenaturales, resolvieron en seguida iniciar los trabajos para procurar la canonización del Siervo de Dios.