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Acercándose al cielo

Había pasado el invierno y la primavera derramaba fecundidad y alegría por todas partes. La «pequeña Venecia», como le decían a Villarreal, estaba llena del perfume de flor de naranjo, y la brisa marina atenuaba el ardor de un sol de fuego que se alzaba sobre el horizonte. Los ángeles, en tanto, tejen en el cielo una corona de flores. Unas pocas faltan todavía para coronar al bienaventurado Pascual.

Son días pascuales, en los que la Iglesia, vestida con las galas de las grandes solemnidades, canta con alegría el Alelluya a su Esposo celeste. Sus últimas notas, este año, van a acompañar al cielo a nuestro Santo. Y Dios, según se cree, le había revelado la proximidad de su última hora.

El 7 de mayo, día de la Ascensión, estando Pascual ayudando a Misa, se le ilumina el rostro de improviso y siente en sus oídos palabras misteriosas que le extasían... Por la tarde del mismo día, va el Santo al enfermero y le dice:

–Fray Alonso, ¿quieres lavarme los pies?

El enfermero se sorprende ante tal demanda, pues jamás Pascual había aceptado hasta entonces semejantes servicios.

–Yo puedo enfermar, Hermano, le dice Pascual. Y si enfermo, tendrán que administrarme los Santos Óleos. Así que conviene que mis pies estén muy limpios.

Llegaron el viernes, el sábado, el domingo, y la alegría de las fiestas iba en aumento. El domingo visitó el Santo a todos los bienhechores del convento. Y nunca tuvo una apariencia tan angélica como en esa ocasión. Al despedirse de una enferma, le dijo:

–Adiós, hermana mía, disponeos convenientemente, porque muy pronto debemos emprender ambos un gran viaje.

La mujer falleció aquella misma semana. Ese mismo domingo por la tarde el Santo se vio afectado de una fuerte calentura, agravada por el dolor de un punto pleurético. Con todo, Pascual disimula de tal modo que ni se llega a sospechar que está indispuesto.

A la mañana del día siguiente tocan a la primera Misa y Pascual no aparece por parte alguna. Un religioso va a la habitación del Santo:

–Vamos pronto, que ya es hora de abrir la iglesia.

–Ahí están las llaves, responde el Siervo de Dios, llevadlas y abrid. Yo no puedo moverme; estoy muy enfermo.

Se avisó inmediatamente al Guardián y corrieron a buscar al médico. La primera disposición de éste fue ordenar que el Santo se despojase de su grosera túnica y se vistiera con ropa de fino lienzo. Hecho lo cual, se le obligó a acostarse en una buena cama. Pascual siente en el alma esta disposición, pero no le queda otro remedio que someterse a ella.

–Os pido por favor, dijo entonces el Santo, que coloquéis el hábito a los pies del lecho, a fin de que no lo pierdan de vista mis ojos.

Se le concede este consuelo, y el hábito queda a su lado. A todo esto la enfermedad va en aumento, como también la paciencia del Santo en soportarla. Los dolores son agudísimos, de manera que apenas si le permitían articular palabra e incluso respirar.

Pascual, sin embargo, no exhala un gemido, ni deja traslucir en el rostro señal alguna de su sufrimiento. Los religiosos se esfuerzan en estar junto a él, sea para sorprender nuevas virtudes que admirar, sea para servirle solícitos. Hasta el mismo médico, hondamente emocionado en vista de la conformidad del enfermo, no resiste al deseo de traer allí a su hijo, a quien presenta al Santo, diciéndole:

–Hermano, bendecid a mi muchacho.

Pascual pone sobre la cabeza del niño su débil mano y exclama:

–¡Que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo te bendigan, creatura de Dios, y hagan de ti un amigo de los pobres!

Así, pues, los pobres eran los que ocupaban sus últimos pensamientos. No había ya duda alguna sobre el desenlace de la enfermedad. El médico se decide a comunicárselo amigablemente:

–Vuestra enfermedad, hermano, podrá tal vez abriros las puertas del paraíso.

–¡Oh, gracias! murmura Pascual. ¡Qué nueva tan feliz me anunciáis! Mucho tiempo hace ya que suspiro por el paraíso... ¿Y cuándo llegará el momento?

–Viviréis probablemente hasta el viernes.

–No, querido amigo, responde sonriendo el enfermo, no estáis en lo cierto... No será antes del sábado... o más tarde aún... cuando a Dios le plazca.

No bien se divulga por la población la triste noticia, multitud de personas solicitan licencia para poder hacerle una última visita. Aquello fue una procesión no interrumpida. Las gentes entraban y caían de rodillas junto al lecho. En tan humilde actitud y embargadas de profunda emoción, contemplaban aquel pecho que se movía con respiración sibilante, aquellos labios consumidos por la fiebre, aquellas facciones, siempre tranquilas, alteradas por el sufrimiento.

–Hermano, le decían, ¿no tenéis algún consejo para mí? ¿no me haréis la promesa de que os acordaréis de mí ante el Señor?

El Santo abría entonces los ojos, sonreía con trabajo y replicaba con voz desfallecida:

–Servid a Dios de todo corazón... Amad mucho a los queridos pobres... Tened una gran devoción al Santísimo Sacramento... No os olvidéis de la Santísima Virgen... Sed fieles a la observancia de vuestra Regla, y no dudéis que, haciéndolo así, tendréis por premio el paraíso.

Para todos tenía el Santo una palabra de aliento y un consejo apropiado a su estado respectivo.

–Más quisiera deciros todavía, agregaba, pero no me es posible proseguir hablando...

Cuando percibía junto a sí los lamentos de alguno, le trazaba con dificultad el signo de la cruz sobre la frente, diciendo:

–¡Que Jesús os bendiga!

Hecho este supremo esfuerzo volvía a cerrar los ojos. El P. Diego Castellio, a quien Pascual había predicho un año antes su elección para definidor del nuevo Provincial, el P. Juan Ximénez, se disponía por aquellos días a marchar a Valencia.

–No saldréis, le dijo el Santo, porque no os será posible.

Y de hecho el P. Diego se vio precisado a continuar en Villarreal a causa de una indisposición inesperada. En cuanto al P. Ximénez, que se hallaba visitando los conventos de su nueva Provincia, sentía vivamente Pascual no poder volver a verle antes de abandonar la tierra.

–Vosotros, hermanos míos, decía a los religiosos, os encargaréis de recordarle que yo le he conducido de Jerez al convento ¿no es verdad?

El enfermero, deseando saber en qué día dejaría de existir, le dijo:

–Fr. Pascual, avisadme a tiempo cuando llegue la hora de vestiros el santo hábito, pues conviene que muráis con él.

–Así lo haré, respondió el Siervo de Dios. Ahora id a avisar al Padre Guardián, pues deseo hablarle.

Luego que llegó éste, le presentó Pascual algunas cuentas indulgenciadas que conservaba en una cajita de madera:

–Bien pronto me será imposible advertir a vuestra caridad cuáles sean las indulgencias aplicadas a cada una.

Seguidamente le explica las indulgencias con que estaban enriquecidas, y concluye, por fin, solicitando le sean administrados los últimos Sacramentos. Con una humildad que hizo llorar a todos los presentes, les pidió entonces perdón por la poco edificante conducta que había observado en la Orden y por los escándalos que les había dado... Después, se reconcentró en sí mismo y se dispuso para recibir a Dios en su corazón.

En el momento de recibir el sagrado Viático, se levantó de su lecho de moribundo y recibió por última vez la Hostia sagrada... Luego se dejó caer de nuevo, embargada el alma en éxtasis. Su rostro aparece transfigurado y radiante de felicidad... Los religiosos permanecen silenciosos, dejándole disfrutar de su gozo, hasta que Pascual de pronto, como despertando de un sueño, exclama anhelante:

–La extremaunción., Y vuelve a suplicar: ¡Concededme mi hábito... y la gracia de ser sepultado entre mis Hermanos!... Y dejadme ahora a solas con Jesucristo, porque debo prepararme para comparecer en su presencia.

Así pasó Pascual la noche del sábado, sin salir de su silencio sino para pedir le diesen un poco de agua: «¡Tengo sed!»

Quisieron los religiosos varias veces atenuar en lo posible los ardores que le consumían dándole algunos refrescos. Pero el Santo les contestaba siempre, cada vez con voz más débil:

–No os toméis esa molestia... No hay necesidad de ello.

Sus ojos apenas se apartaban un momento del Crucifijo y de la imagen de María. Sus labios se movían en silencio.

Llegó la mañana del domingo. Pascual señaló con la mano su hábito y murmuró:

–Ayudadme... por caridad, ayudadme.

Pero los religiosos, creyéndole a punto de expirar y temiendo se les quedara muerto entre las manos, hacían como que no le entendían. Con todo, Pascual insistía de continuo, mirándoles con ojos suplicantes, y los religiosos se retiraban, turbados por una emoción que les partía el alma.

Pascual mira a su alrededor... y se ve solo. Reúne entonces, en un supremo esfuerzo, las pocas fuerzas que le quedaban y logra coger su pobre túnica... Pero al querer pasarla por la cabeza para vestirla, nota que no tiene energías bastantes para ello. Llega entonces el enfermero y le ayuda con toda clase de cuidados a cubrirse con su tan amado sayal...

Cuando volvieron de nuevo los religiosos, se lamentó el Santo con voz apenas audible:

–Jesús murió sobre la cruz... San Francisco sobre la desnuda tierra... ¡Tendedme también a mí por tierra!... ¡Oh, hacedlo, por piedad! ...

Le es negado este consuelo.

–¡Jesús! ¡Jesús! grita luego de improviso, esforzándose por hacer la señal de la cruz... Allí, allí...

Y señala con la mano y con la vista, primero el pie de la cama, luego toda la habitación... Sus ojos desmesuradamente abiertos parecían contemplar una visión terrorífica... Su cuerpo temblaba como hoja sacudida por el viento:

–¡El agua bendita! ¡Rociad con agua bendita... la habitación! ¡Rociadlo todo!

Fue éste un momento aterrador de angustia. Los presentes estaban espantados, porque entendían que sufría Pascual un formidable asalto... Fue, sí, un momento, pero un momento que les pareció un siglo. Luego renació de nuevo la serenidad y la calma.

–¿Han tocado a la Misa conventual? interrogó el Santo con apagado acento.

–No todavía, le respondieron.

Y un poco después:

–¿Y ahora?

–Sí, acaban de tocar, dijo el enfermero.

Al oír estas palabras, expresa su rostro de moribundo un gran gozo, y estrecha contra su corazón el crucifijo y el rosario. El movimiento de sus labios muestra que está orando...

La campana de la iglesia anuncia, por fin, el momento de la elevación. Pascual deja entonces escapar de sus labios, con su sonrisa última, las palabras: «Jesús, Jesús». Y su cabeza se inclina exánime sobre el pecho...

Moría nuestro Santo el domingo de Pentecostés, 17 de mayo de 1592, a eso de las diez y media de la mañana. Pascual contaba a la sazón cincuenta y dos años de edad, veintiocho de los cuales constituyen el círculo de su vida religiosa.

Fray Pascual, hombre de gran fuerza de voluntad, tuvo de ordinario buena salud, a excepción de los cinco últimos años de su existencia, que fueron para él un prolongado y cruel martirio. I.a muerte no alteró sus facciones, ni con ella perdieron flexibilidad sus miembros.

Dos personas que no le conocieron nunca y que moraban, por aquel entonces, en lugares diversos, atestiguaron después que el día y hora de su muerte habían visto al Santo elevarse a los cielos sobre una carroza de fuego.