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Apóstol y bienhechor de Villarreal

–Ya llegamos al convento de Nuestra Señora del Rosario!, decía Pascual a su compañero... ¿Sabéis qué cosa es el Rosario? Los Ave son rosas blancas ofrecidas a María Inmaculada; los Pater son rosas purpuradas con la sangre de Jesús. Sí, el Rosario es una corona de rosas; es el salterio de María; son cincuenta cánticos en su honor, un memorial de los misterios de Jesús y de la Virgen, y un medio de ganar muchas indulgencias en sufragio de las almas del purgatorio.

–Cuando no podáis disponer de tiempo suficiente para rezar el Rosario, decid en vez de los Ave: ¡Bendito seáis, amabilísimo y dulcísimo Jesús! y en vez de los Pater, la salutación angélica. Creedme, nada agrada tanto a Dios y a su Santísima Madre como el ejercicio de esta hermosa práctica».

Y decía estas palabras entusiasmado. El Santo amaba a Jesucristo y no hallaba felicidad sino al pie del sagrario, y amaba, además, con amor ferviente a María y a las almas del purgatorio.

Pascual recurría a la Santísima Virgen a fin de obtener por su mediación la gracia de prepararse dignamente para recibirla sagrada comunión. Tenía compuesta en honor de este misterio una plegaria con propósito de rezarla en su lecho de muerte, y no pasaba nunca por delante de su imagen, sin hacerle una profunda reverencia. Sus fiestas, sobre todo, eran para él objeto de extraordinaria alegría, una alegría que se hacía máxima en el día en que la Orden, fiel a sus tradiciones, solemnizaba el misterio de la Inmaculada Concepción de María.

–Venid, decía a los que encontraba en el claustro. ¿No es cierto que creéis en Dios? Repetid, pues, conmigo: ¡Bendita, alabada y glorificada sea la Inmaculada Concepción de esta amabilísima e infantil María!

Cuando pronunciaba el nombre de la Virgen sentíase embargado de una dulzura inefable. Nadie pudo olvidar por mucho tiempo su sermón de Navidad, predicado en presencia de los religiosos y de algunas personas de confianza. Era éste como un cuadro de escenas vivientes descritas en éxtasis. Diríase que el mundo sobrenatural, descorriendo a sus ojos el velo del misterio, se mostraba a sus ojos animado y tangible en toda su inefable realidad.

Por lo que hace a las almas del purgatorio, el Santo avisó en más de una ocasión a las familias de algunas de ellas para que las auxiliasen con sus oraciones. Hubo casos incluso en que se apresuró a consolar a los que lloraban la muerte de una persona querida con la noticia cierta de la felicidad de que gozaba ya ésta en el eterno descanso de los justos.

El alma de Pascual iba apartándose progresivamente de la tierra a medida que adelantaban los años. El consideraba a Cristo como su vida, y a la muerte como una ganancia. Enseñaba en cierta ocasión el Guardián de Villarreal a sus religiosos un método de hacer oración, diciéndoles:

–Considerad, por ejemplo, en el primer Pater las heridas causadas por la corona de espinas; pasad luego al segundo, representándoos otra llaga del Salvador, y recorred así todos los demás.

–¡Imposible! interrumpe Pascual fuera de sí. ¡No puede salirse de una llaga de Jesús después de haber entrado una vez en ella! ...

Yo moraré para siempre en la llaga del Sagrado Corazón, había dicho San Buenaventura. San Francisco de Asís, según refiere Gregorio IX en uno de sus sermones, fue visto como habitando también en tan dulce retiro (Analecta Franciscana, Quaracchi, t.I, p.251). Así, pues, el Bienaventurado, al pronunciar aquellas palabras aludidas, estaba de lleno en el espíritu de la tradición seráfica, cuyo glorioso Fundador había de ser dado como guía celestial a la Santa Margarita María de Alacoque por el mismo Jesucristo, el 4 de octubre de 1688.

Unido así Pascual a Jesucristo, participa al propio tiempo de su acción bienhechora; y hace, como El, milagros, ya sanando los cuerpos, ya convirtiendo las almas. Los últimos años de su vida vienen a resumirse en esta sola frase: Pascual es el bienhechor y apóstol de Villarreal.

Los necesitados acuden siempre a él. Cuando ellos no vienen, el Santo va en su busca. Asedian los pobres el convento demandando pan, y el Siervo de Dios se lo reparte con largueza.

–Esto va siendo demasiado, Hermano, le había dicho el Guardián. Los bienhechores no se privan del alimento por satisfacer vuestras prodigalidades. Dad a la hora de comer y basta».

El Bienaventurado se echa a llorar:

–¡Oh, Padre mío!, exclama, no me mandéis eso. Mi corazón se parte de angustia cuando tengo que despedirlos con las manos vacías. Yo mismo iré, si lo consentís, a pedir de puerta en puerta para ellos. Padre mío, ellos, a cambio de la limosna que les damos, nos traen el cielo en recompensa.

–Bien, Hermano, concluye el Guardián conmovido, ¡dadlo todo! ¡dad siempre que queráis!

Hubo, no obstante, algunos, lo mismo entre los que frecuentaban la capilla que entre los bienhechores, que estuvieron a punto de retirar a los religiosos sus limosnas. Isabel Xea, muy devota y muy generosa, sentía especial predilección por «su predicador», el P. Pedro, a causa de la elocuencia que lo distinguía y del gran fruto que producía en las almas. El P. Pedro se puso enfermo, y todos los cuidados que se le dispensaron no fueron bastantemente poderosos para evitar que su enfermedad se fuera agravando de manera alarmante. Se rezaban novenas y novenas, se ofrecían Misas y Misas, a fin de obligar al cielo a que le devolviese la salud. La pobre Isabel no se daba, a este objeto, un punto de reposo.

–A pesar de todo, le dijo Pascual, el P. Pedro no volverá a subir al púlpito.

–¡Ay! ¿qué desgracia pronosticáis? Pero no, vos habláis por hablar, y nada más.

Pascual no insistió. Con todo, ya antes de esto había advertido al predicador que dentro de cuatro meses moriría en Valencia.

–Ahora, le dijo, es tiempo de que os preparéis lo mejor posible para subir derecho al paraíso.

Pero no siempre viene sola una desgracia. Isabel que había lamentado la pérdida de «su predicador», tuvo que lamentar al mismo tiempo otra muy sensible también para ella: la del resultado del capítulo... Cada capítulo que se celebra trae cambios inesperados.

–Está una acostumbrada, decía nuestra Isabel, al modo de ser de las cosas, cuando llega el capítulo y lo pone todo en danza: confesores, predicadores, superiores... ¡Todo desaparece! En cambio se nos mandan otros nuevos personajes, algunos de los cuales no tienen nada de simpáticos, como por ejemplo este nuevo Padre Guardián.

Y cediendo al peso de estas impresiones, la buena mujer había tomado una gran resolución:

–La de no volver a pisar la capilla de Nuestra Señora del Rosario, ni dar limosna alguna al cuestador. Así aprenderán, pensaba, a no estar siempre jugando con los bienhechores.

Iba Isabel revolviendo en su magín estos proyectos, que a nadie aun había confiado, cuando se encuentra casualmente con Pascual.

–Sin duda, mi buena hermana, le dice el Santo, observaréis para el porvenir la misma conducta que hasta ahora, ¿no es verdad?

Formulada así, sin preámbulos, la pregunta, no obtiene Pascual respuesta alguna. Isabel pasa adelante, llena de confusión al ver descubierto su secreto. Se apacigua pronto la tormenta, y con la tormenta desaparece también la resolución de la piadosa bienhechora.

–Estos frailes nos arruinan con tantas cuestaciones, decía otra mujer apellidada Pallares. Yo nunca les doy nada, porque su sola presencia me enfurece. Pascual, sobre todo, me es sumamente antipático.

Pascual, sin embargo, llama repetidas veces a la puerta de su casa. ¿Qué le importa a él oír denuestos, con tal de recoger limosnas para sus pobres? De este modo, al propio tiempo que limosnas para ellos, lograba ganar méritos para su alma.

Cierto día que por allí pasaba, notó que la casa de Pallares estaba puesta en movimiento. El niño de Isabel Pallares, aprovechándose de la ausencia de su madre, se había puesto a andar para ir a jugar afuera con otros muchachos. Pero lo hizo con tan poca suerte que, cayendo por la escalera, se había hendido el cráneo, y gemía agonizante sobre su blanca cuna manchada de sangre.

–Hermano, exclamó la mujer al ver a Pascual, haz que sane y que viva al menos por un año, porque si no mi marido se pondrá furioso y me castigará con la muerte como a mujer abandonada e imprudente...

El Santo se postra de rodillas al pie del enfermo, en cuyo rostro se nota ya la palidez cadavérica, y se abisma en la oración... Apenas el Siervo de Dios comienza su plegaria, el niño abre los ojos, sonríe a su madre y se levanta sano y salvo.

El niño murió un año después, pero Isabel se contaba ya en el número de los bienhechores de los pobres en favor de los cuales mendigaba Pascual. Y éste, a su vez, le estaba agradecido, y más de una vez libró a los miembros de su familia de agudas dolencias.

El corazón del Bienaventurado daba también acogida favorable a los ecos de angustia de los enfermos.

«¡Cuántas veces no le he sorprendido llorando a la cabecera de su lecho de dolor!, nos dice su compañero Fr. Camacho. Y es que la vista de los sufrimientos ajenos hacía saltar las lágrimas de sus ojos».

Unas veces animaba a los enfermos a que orasen con él, diciéndoles:

–Tengamos confianza y roguemos: Dios es nuestro Padre.

Estas palabras, según todos sabían ya, eran como el anuncio de la curación. Otras los exhortaba a la paciencia, a la conformidad con la voluntad divina, y a pensar en el cielo y en la eternidad.

–No hay remedio, decíase en tales casos, hemos perdido el último resquicio de esperanza. Y los preparaba a bien morir.

–¿Qué es lo que tiene vuestra pobre niña?, interrogaba el Santo, a una excelente paisana de la afueras de la población. La madre, por toda respuesta, se acerca a la enfermita, tendida de manera lastimosa en un ángulo de la habitación, le quita los vendajes que le rodeaban el cuello y muestra al Santo sus horribles úlceras.

–Y en el mismo estado que su cuello, agrega, tiene desde hace años todo el cuerpo.

Pascual, hondamente emocionado, toca con sus manos el cuello de la niña, diciendo:

–Verdaderamente, es preciso pedir al buen Dios que le devuelva la salud.

La inocente niña se siente al punto aliviada de improviso. Tres días después ni aun las señales le quedaban ya de un mal calificado por todos como incurable.

En otra ocasión hizo desaparecer la gangrena por medio de la señal de la cruz y de la invocación de los nombres de Jesús y de María.

«No morirá vuestro hijo», declara a unos afligidos padres que, deshechos en lágrimas, le describen la enfermedad de su pequeñuelo, desahuciado por la ciencia. Pocos días más tarde, restablecimiento completo.

–Hermano, pedid por mi desgraciado hijo. Miradlo, está a punto de exhalar el último suspiro, suplica una madre desolada.

–Confianza, hermana mía, yo rogaré por vos. Y la madre no tarda en ver satisfechos sus deseos.

–Ayudadme, pues podéis hacerlo, le dice una madre al tiempo de presentarle una hija suya. Va perdiendo la vista y no hay medio de impedirlo.

El buen Santo atrae hacia sí a la enfermita: «Haced, exclama, la señal de la cruz sobre vuestros ojos, pronunciando los nombres de Jesús y de María». La niña obedece y se encuentra sana al punto, sin necesidad de médico.

Uno de los Religiosos le suplica que le haga sobre su boca enferma el signo de nuestra Redención.

–Hacedlo vos mismo, pero con fe, responde confuso el Santo.

Y el dolor de muelas desaparece al instante

También había ocasiones en que Pascual daba a conocer a algunos la proximidad de su muerte. Un día aconseja a uno de sus amigos, que se creía en período de franca convalecencia, que reciba sin dilación los últimos Sacramentos. El enfermo no quiere darle crédito. La mujer de éste y la cuñada recriminan vivamente al Santo por ser «un profeta de mal augurio y un villano ignorante educado en medio de las cabras».

Luego desátanse en un torrente de injurias. Pascual se retira humildemente. Pero las dos mujeres, no satisfechas aún con sus insultos, acuden a acusarlo ante el Guardián del convento. Éste, después de prestar oído a sus lamentos, les aconseja que no echen en saco roto la amonestación del Siervo de Dios. Y apenas vuelven a casa, ven que el enfermo solicita por sí mismo le sea administrada la Extremaunción. Entonces y sólo entonces se resolvieron éstas a acudir en busca de un sacerdote. El pobre enfermo murió aquella misma tarde.

Pascual había asegurado a su alma las dichas del eterno reposo. Y esto era, sin duda, lo que ante todo y sobre todo procuraba Pascual: la salvación de las almas.

Trabajaban cerca del convento unos obreros franceses, y Pascual tomó a pechos su instrucción religiosa con gran paciencia y con celo sin límites.

El hacía cordones para los Terciarios, y estimulaba a todos los buenos cristianos a alistarse en la milicia de la Tercera Orden de San Francisco.

–Éste es, solía decir, un medio seguro de alcanzar la salvación.

La Tercera Orden Franciscana, fundada, al decir de Tomás de Celano, de San Buenaventura, de Julián de Spira y de otros de la época, por San Francisco de Asís, es una numerosa asociación, dividida en congregaciones o fraternidades locales, cuyos miembros se comprometen a vivir cristianamente y a trabajar porque reine en todas partes el espíritu cristiano, en las instituciones y en las costumbres. Los hermanos de la Tercera Orden llevan, como distintivos de su afiliación a la Orden Seráfica, el cordón y el escapulario. León XIII la ha recomendado en ocasiones diversas, como eficacísimo remedio social.

Cuando llegaba a sus oídos el sonido de la campana que convocaba a los fieles al sermón, sentíase inundado de gozo y se ponía a orar a fin de que Dios iluminase con la luz de la gracia al predicador y a los fieles. A veces se aventuraba hasta a sugerir felices ideas al sacerdote que iba a predicar.

Más aún, él mismo venía a ser un predicador asiduo, que no perdía ninguna ocasión para animar a los otros a obrar el bien.

–Dejaos de juegos, decía a unos, porque perderéis lastimosamente vuestra fortuna y vuestra alma.

–Perdonad a vuestros enemigos cuantos ardéis en deseos de venganza, y reconciliaos con ellos por amor a Jesucristo.

–Jóvenes, dedicaos a la oración. Huid de los compañeros perversos y de las ocasiones peligrosas, y seréis castos.

–Y vosotros, los que estáis ya con un pie en la sepultura, tened paciencia en vuestras enfermedades y sed para con los demás otros tantos modelos de virtud.

Estas cortas exhortaciones, pronunciadas como de paso por nuestro Santo, con aquella amable sonrisa que animaba siempre su rostro, iban de ordinario derechas al corazón y producían siempre efecto, aun cuando fueran contrarias a la voluntad de los oyentes. No hubo uno siquiera que se resistiese al influjo de su maravillosa eficacia.

Luego iba a pasar el Santo largas horas en oración ante la Hostia sacrosanta. Allí completaba la obra comenzada por medio de sus consejos y de sus prodigios. Puesto de rodillas, se le veía allí, enlazadas las manos, fijos los ojos en su Dios, encendido el rostro en el fuego de un resplandor celeste, y apartado de la tierra por la contemplación y por el éxtasis ...

–¿Cuándo te dignarás, Amado de mi alma, introducirme en la casa de mi Padre celestial?