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Sabiduría espiritual

Yo te alabo, Padre, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños (Lc 10,21)

Estaba escrito que Valencia debía ser para Pascual un lugar de prueba. La primera vez había hallado allí un superior intratable; y ahora se encuentra con un antiguo conocido, con Juan Ximénez.

Pero ¡qué cambiado!... No era ya Juan el muchacho que catorce años antes había traído de Andalucía, y a quien tenía entonces que atender con una solicitud de madre. No; ahora es ya un sacerdote joven, lleno de vigor y energía, de corazón generoso y de alma de fuego, sobre el que se abrigan grandes esperanzas.

Se ha afiliado a la Orden seráfica después de algunos años de preparación, ha sido luego uno de los novicios formados en Almansa por nuestro Santo, y desempeña hoy día el cargo de brillante profesor. Juan ha estudiado en las obras de los grandes maestros de teología, ha asimilado sus Sumas, y es actualmente a su vez un maestro prestigioso. Sus jóvenes hermanos en religión se inspiran en sus doctas enseñanzas, y su colega, el P. Rodríguez, rivaliza con él en celo por los estudios.

Nuestro buen Pascual se encuentra, pues, en medio de un círculo de vida intelectual. Bien pronto el mismo Santo llega a advertirlo. Todos, es cierto, y Ximénez el primero, le quieren mucho; pero el amor hace exigentes a los que aman.

En efecto, era sabido, por los elogios que se le prodigaban, que Pascual gozaba del don de oración y de la intimidad con Dios, y que estaba adornado con luz de conocimientos sobrenaturales. El P. Adán, antiguo profesor de la Provincia y definidor, esto es, consejero del Provincial, le propuso a Pascual cuestiones dificilísimas sobre ciertos textos obscuros de la Biblia. A todas ellas había respondido el Santo con maravillosa lucidez de espíritu. De aquí el que se le tuviese como adornado con el don de ciencia infusa. De este modo, lo que hasta entonces era una sospecha, no tardó en verse confirmado por la realidad.

Pascual había vuelto a desempeñar los oficios de portero y refitolero. Ximénez iba a buscarlo a la oficina y se ponía a conversar con él sobre asuntos propios de la cátedra. El Santo respondía a las cuestiones y manifestaba su opinión con el mayor aplomo. Ignoraba, es cierto, las fórmulas y sutilezas escolásticas, pero para todo daba con alguna expresión adecuada y acorde siempre con el buen sentido. Su interlocutor quiso dar un paso más y le propuso objeciones.

«Yo, refiere, le argüí con sofismas de doble sentido, vestidos con apariencias de silogismos sólidos y que procuraba, además, vigorizar por medio de explicaciones saturadas de erudición.

«Con todo, Pascual descubrió tan acertadamente el artificio, y desvaneció con respuestas tan certeras la futileza de mis razones, que me dejó asombrado... Mis discípulos me llamaban maestro, y sin embargo, yo hubiera podido ser discípulo del Santo, en la seguridad de que con esto ganaría mucho en ciencia».

También el P. Manuel Rodríguez se propuso, a su vez, sondear los tesoros de saber que adornaban a Pascual. Hallándose ambos cierto día en presencia del Guardián, hizo girar insensiblemente la conversación sobre Dios y sus perfecciones, sobre la Santísima Trinidad y sobre la Encarnación del Verbo, tocando de paso con suma habilidad los puntos más obscuros del dogma cristiano, los problemas más arduos de la teología.

Pascual sigue sin esfuerzo el hilo de la argumentación y responde, en pocas palabras, a sus preguntas. El P. Rodríguez, como asombrado de sus réplicas, dice inclinándose hacia el Guardián:

–Este hombre tiene la ciencia infusa: sabe mucho más y mejor que nosotros... No tendría necesidad de hacer nuevos estudios para que pudiera ser ordenado de sacerdote y encargado de la predicación. Estoy seguro que haría prodigios.

Otras veces versaba el examen sobre la teología mística y sobre la naturaleza de las comunicaciones íntimas entre Dios y las almas. En un tal asunto era la palabra del Santo de grande autoridad, toda vez que, hablando por propia experiencia, dejaba muy atrás todo cuanto puede decirse en los libros.

También, en ocasiones dadas, se le propusieron dudas en orden a algunos textos obscuros del Antiguo y del Nuevo Testamento. En tales casos y siempre que la ocasión era propicia, aducía nuestro Santo, como si conociese sus obras de muy antiguo, a los Padres de la Iglesia y a los grandes doctores católicos, concluyendo siempre por dar una explicación plenamente convincente.

¿Por qué la Escritura, le preguntan, llama insensatos a los herejes, no obstante que se cuentan entre éstos muchos sabios? Y el Santo responde:

–Porque su falta de fe arguye en ellos una profunda ignorancia. Ellos creen que la razón puede enseñar lo contrario a la revelación, y que Dios puede decir que sí por medio de la fe, y que no por medio de la naturaleza. Y los que de tal modo piensan no merecen otro nombre que el de insensatos.

La respuesta, como se ve, no está fuera de propósito. Por otra parte, sus escritos, o sea los apuntes que ha ido haciendo durante el curso de su vida religiosa, atestiguan más de una vez que a una admirable sencillez de expresión unía Pascual una gran profundidad de conceptos. Y es que nuestro Bienaventurado pertenecía al número de aquellos hombres que ven a Dios porque tienen pura la conciencia.

La unción del Espíritu Santo le había puesto en íntimo contacto con la verdad. De aquí que realizase con tal éxito sus pruebas académicas, que dejaba confundidos a sus propios examinadores. Inocencio XIII, resumiendo el examen de los teólogos consultores de la causa de canonización de San Pascual y las declaraciones de los numerosos testigos, dice:

«No puede, en efecto, desconocerse que el Altísimo ha revelado al Bienaventurado los tesoros del conocimiento y sabiduría divinas en una tal abundancia, que obligan a uno a reconocerle como adornado con el don de la ciencia infusa».

Lo que los profesores hacían con respecto a la sabiduría del Siervo de Dios, lo hacían, a su vez, los estudiantes en orden a sus acciones, aun las más insignificantes, convirtiéndole así en blanco de un espionaje casi continuo. Si Pascual se dedicaba a repartir la comida a los pobres, allí estaban los estudiantes, ocultos, para no ser vistos, detrás de las persianas, a fin de observarle y de edificarse ante el espectáculo de su caridad inagotable. Si estaba ocupado en el refectorio, inventaban pretextos para entrar y saber qué es lo que hacía, yendo luego a analizar las acciones del Santo con sus comentarios.

En una ocasión le vieron a través de las rendijas de la puerta mientras ejecutaba ante la imagen de la Santísima Virgen la danza de los gitanos. Tal era el medio que le sugería su candorosa simplicidad para recrear las miradas de su Reina Soberana. De este modo imitaba a Santa Teresa, que se entretenía los días de fiesta en tocar la flauta y el tamboril, y a San Francisco de Asís, que echaba mano, a guisa de violín, de dos trozos de madera para hacer sonar así la idea musical de su imaginación exuberante. La gracia, en efecto, no anula en los Santos los impulsos de la naturaleza, sino tan solo aquello que es obstáculo para perfeccionarla.

Mucho más que hubieran podido aún descubrir en fray Pascual los religiosos de Valencia, si éste no hubiera recibido por aquel entonces la orden de marchar a Játiva. Allí se encaminó en cuanto fue destinado, pero no pudo habituarse al clima. Casi todo el tiempo que allí pasó estuvo aquejado por fiebres intermitentes, que debilitaban en extremo su robusta complexión.

Hallándose ya el Santo muy desmejorado de salud, acertó a pasar por allí el P. Ximénez, que se dirigía a Villarreal. El joven profesor aprovechaba el tiempo de vacaciones para ir a predicar en dicha villa la Cuaresma. ¡Qué satisfacción la de los dos amigos al volver a encontrarse de nuevo! Y qué pena sintió Ximénez al darse cuenta de las dolencias de Pascual. Poco después Ximénez solicita al Provincial que obligue a cambiar de convento a su querido enfermo. Accede el Provincial a sus ruegos, pero el Guardián, en cambio, se resiste a desprenderse de su tesoro. El profesor ha de poner en juego toda su dialéctica y a agotar los recursos de su elocuencia para obligarlo, y le dice entre otras cosas:

–Bien conocido os es el amor que inflama a Pascual por la Virgen Inmaculada. Estando, pues, el convento de Villarreal dedicado a María, es indudable que Pascual tendrá sumo gusto en vivir en él. No hay remedio: es preciso que venga conmigo.

En efecto, Dios quería que Pascual se encaminase a Villarreal, al monasterio dedicado a Nuestra Señora del Rosario, a fin de que, como la había comenzado, pusiera también término a su carrera gloriosa en una casa consagrada a la Madre de Cristo. Al fin Ximénez consiguió ganar la causa, y tuvo la satisfacción de llevarse en su compañía a su santo amigo.

Éste, a despecho de todas las súplicas, no consintió en hacer el camino a caballo, no obstante que, enfermo como estaba y siendo malísima la ruta que conducía a Villarreal, no pudiera escudar su repulsa ni con los preceptos de la Regla, ni con el ejemplo de San Francisco... El Guardián, por su parte, no se sentía con valor para imponer su voluntad al Santo, y éste, insensible a las instancias de sus hermanos, se dispone a hacer a pie el camino.

«Luego que nos pusimos en marcha, agrega Ximénez, y en ocasión en que subíamos por la colina de Enovas, vimos a un religioso de otra Orden, que iba delante de nosotros con una alforja al hombro.

«Pascual, no bien lo divisó echóse a correr, y quitándole la alforja cargó con ella sobre sus espaldas. Pero yo intervine y le quité la carga. Entonces el Santo se dirigió al religioso para que se la devolviese, y tantas fueron sus súplicas, que obtuvo al fin su consentimiento para aliviarle, por lo menos, del peso de su manta de viaje».

Nada era para él tan agradable como servir al prójimo. Saliendo de Alcira vieron los dos caminantes a un borrico que estaba atollado en un pantano. El muchacho que lo guiaba hacía supremos esfuerzos por sacarlo de allí, y lloraba a más no poder ante la inutilidad de sus intentos. El Santo, al punto, consideró como de su incumbencia ayudar al muchacho. Se acercó al enfangado animal, lo alivió de su carga y de sus arreos, y tirando luego por la brida e imponiéndose a fuerza de gritos, no tardó en sacarlo del lodazal. Seguidamente puso los aparejos y la carga, y siguió camino adelante muy contento por la buena obra que acababa de hacer.

Poco después descubrían ya el panorama de Villarreal, villa verdaderamente regia, con su palacio magnífico, con sus baluartes y grandes calles, y con el panorama azulado del Mediterráneo. El convento franciscano de Nuestra Señora del Rosario surgía en el lado de la población que mira hacia Barcelona.

La vista del convento hizo saltar de gozo el corazón de Pascual. Se consideraba dichoso, como antiguamente en Loreto, con sola la idea de habitar en un convento dedicado a María. En este convento pondrá fin el Siervo de Dios al curso de su peregrinación por este valle de lágrimas.