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De un convento a otro

Pascual veía a Dios por todas partes y en todas partes lo tenía presente. Bien pudiera llamarse a sí mismo, como antiguamente Ignacio de Antioquía, Teóforo, que significa, portador de Dios.

Dulce cautivo de Jesucristo, caminaba por todas partes animando a los hombres a amar a su Dueño soberano, y atrayendo sobre ellos las divinas bendiciones.

Fue su vida un verdadero apostolado. Uno tras otro recorrió todos los conventos de la provincia, antes de llegar a convertirse en apóstol y bienhechor de Villarreal, término de su peregrinación por el mundo.

Almansa, convento de noviciado, lo reclama para maestro de novicios, después de admirarle por largo tiempo como modelo de todas las virtudes. ¿Quién, mejor que él, para iniciar a los novicios en los secretos de la perfección franciscana? Pascual se ve obligado por la obediencia a aceptar el cargo. Y confundido entre «sus discípulos», cualquiera hubiera podido tomarle por uno de ellos. Con éstos se ve tanto en el trabajo como en la oración, en el tiempo de la prueba igual que en el de la alegría.

Enemigo decidido de la tristeza, busca la raíz de donde ésta proviene para arrancarla en seguida.

–Son los escrúpulos, decía, lo que pudiera llamarse los gusanos de la conciencia; pues turban, enervan, apartan de Dios y originan toda clase de desórdenes.

A un novicio que para mayor seguridad de conciencia solía repetir a solas las horas del Oficio canónico le dice severamente:

–Guardaos de continuar haciéndolo, porque con tal procedimiento, lejos de honrar a Dios, os lanzáis entre las redes del demonio.

A otro que se figuraba que conseguiría la perfección practicando penitencias inmoderadas le ordena:

–Cesad en vuestras penitencias, pues arruinarán vuestra salud sin provecho para vuestra alma. Día llegará en que seréis, por culpa vuestra, una carga para la comunidad: entonces tendréis necesidad de dispensas, y las buscaréis, no tanto por necesidad como por costumbre.

«¿Es esto portarse como pobre?», le dice a un novicio que ha vertido en el suelo el aceite por falta de cuidado.

«¡He ahí un verdadero hijo de San Francisco!», exclama señalando a otro que remienda cuidadosamente su miserable hábito.

La confianza que Pascual inspiraba era ilimitada, y todos le hablaban sin rodeos. Nadie para él tenía secretos. El Santo, por su parte, se valía de ella para dar a cada uno los consejos que más le convenían, conforme a su estado de ánimo.

–Vosotros debéis ser las madres de vuestros padres, decía a los Hermanos legos. Debéis servirlos con amor y respeto, pues son sacerdotes del Señor.

–Vosotros, clérigos, estáis obligados a estudiar vuestra Regla con toda diligencia y a conocer la legislación que nos rige, la jurisprudencia que nos guía y el espíritu que nos informa.

No contento con esto, él mismo había escrito de su propio puño la Regla y aquellos comentarios de la misma que gozaban de una mayor autoridad, como los de San Buenaventura y de San Bernardino de Siena, así como también las bulas pontificias de Nicolás III y de Clemente V.

–Haced vosotros lo mismo, solía repetirles, y estudiad las tradiciones de nuestra Orden.

Comenzaban en esos años a extenderse por España los Capuchinos, rama vigorosa del árbol de la Orden Seráfica, atrayendo a su seno una multitud de almas sedientas de perfección.

–Vosotros, discípulos míos, exclamaba a este propósito el Santo, observad vuestra Regla, pero no de cualquier modo, sino en toda su integridad, tal como ella es en sí; que haciéndolo de este modo podéis estar tranquilos, pues tendréis un lugar encumbrado en el paraíso.

–¡Que ruegue por vosotros!... Pues bien, sí, roguemos diciendo de rodillas: “Señor, concededles la gracia de observar bien su Regla”.

Tal era la plegaria que solía hacer asímismo por todos los religiosos que se encomendaban a sus oraciones.

–Cuando pedís a Dios alguna cosa, no sois vosotros, sino que es Dios quien os mueve a hacerlo: sin su gracia vosotros no podríais pedirla. Y cuando Dios os inspira que se la pidáis, señal es que quiere oíros. Siempre que oréis, pues, apartad los ojos de vuestra miseria y tened solo presente la bondad de Dios. Acudid a los pies de Jesús Sacramentado con la confianza con que acude un hijo a su padre, y pedidle todo, sí, todo, en la seguridad de que todo os será concedido.

Tales son sus doctrinas en el noviciado. De los novicios que él forma se ha dicho después: «Todas las provincias de la Orden tienen puestos en ellos sus ojos y los consideran como modelos».

Del convento de Almansa fue destinado Pascual al de Villena.

–Es muy justo que me hagan salir de aquí, comentó Pascual al abandonar Almansa, porque demasiado larga ha sido ya esta permanencia para un miserable como yo.

«¡Qué tesoro tenemos!, decía en Villena Fr. Pastor. Yo llegué hondamente afligido al convento después de haber visitado a mi familia. El Santo vino a mi presencia: leyó como en un libro los secretos de mi corazón, y antes de que yo despegara los labios, me descubrió la causa de mi tristeza. Todo lo sabía, hasta en sus detalles más insignificantes. Después de haber sondeado la dolencia, esparció sobre mis heridas un bálsamo refrigerante. Yo salí de su presencia inundado de dulce consolación».

Los Superiores habían agotado la eficacia de sus recursos sobre Fr. Olarto; pero sin poder en modo alguno disipar su tristeza. Llegó entonces Pascual, y la melancolía del religioso se deshizo, a la manera que se deshacen las neblinas del campo cuando sale el sol.

Al abrir un día la puerta se encontró Pascual de manos a boca con una pobre mujer, muy devota de la Orden, que era víctima de agudas dolencias. El Santo puso las manos sobre su cabeza, diciendo:

–Id a pedir a Nuestro Señor que os conceda la salud.

La mujer entra en el templo, y apenas se postra para adorar al Santísimo Sacramento, se siente libre de la enfermedad que la aquejaba.

Esta solicitud y esta generosidad eran, digámoslo así, las notas características del médico del convento, como se llamaba a San Pascual. Los elogios de que se le hacía objeto crecían a medida de los favores que dispensaba. Pero el Santo respondía a los religiosos que le alababan por el beneficio otorgado a aquella bienhechora:

–Dios la recompensará y le dará un hijo, que llegará a ser un santo religioso de nuestra Orden.

Y tal como lo dijo, así sucedió en efecto.

Había en aquella comunidad un Padre que no podía predicar sin hacer grandes esfuerzos. Tanto empeño ponía en preparar sus sermones, que apenas si le quedaba tiempo para asistir a los divinos Oficios. A pesar de ello el éxito no correspondía a sus empeños, contra todo lo que él deseaba. Le faltaba el entusiasmo oratorio. Descorazonado por sus fracasos, decidió abandonar el ministerio de la palabra: «No vuelvo a predicar».

–No digáis eso, replica el Santo. Lo que sí debéis hacer es anteponer la oración al estudio. No tengáis por fin de vuestras predicaciones el de luciros, sino el de convertir las almas, y veréis como las cosas cambian de aspecto.

El predicador siguió el consejo al pie de la letra, y llegó a ser bien pronto reputado por apóstol.

Del convento de Villena fue Pascual al de Elche. ¡Qué satisfacción la de sus antiguos compañeros al volver a verle! Antonio Fuentes, uno de ellos, nos habla así de sus relaciones con el Santo, al que confiaba todos sus secretos:

«Estaba yo ligado por antigua amistad con un compañero, el cual no tardó, al fin, en romper conmigo: el pobre hombre no podía ver a los religiosos, y temiendo hallarlos en mi compañía, no quería volver a poner los pies en mi casa.

–Tranquilizaos, Antonio, me respondió el Santo, que no os faltará la amistad de vuestro antiguo compañero, el cual no tardará, a su vez, en ser también amigo nuestro».

Pocos días después los hechos vinieron a confirmar la profecía de Pascual. Pero lo que más le agradaba a Antonio era conversar con el Santo sobre temas espirituales. Sus diálogos con Pascual causaban gran provecho a su alma, y las horas que pasaba a su lado transcurrían para él como si fueran momentos.

Cuando se predicaba en la iglesia, Antonio, después de asistir al sermón, iba en busca de Pascual, y hacía que le hablase sobre el mismo tema desarrollado por el predicador. Y el Santo le hablaba de lo mismo, pero mucho mejor que el propio predicador.

Desgraciadamente la dicha de Antonio fue de corta duración. Pascual cayó enfermo, y hubo de ser enviado al convento de Jumilla. En el tiempo en que él llegó, los religiosos se veían sumidos en lamentable penuria.

–Hermano, dijo el Guardián al Santo, a vos toca escribir al Provincial, poniéndole al corriente de nuestra apurada situación. Es preciso que él tome cartas en el asunto.

El Santo se retira a su celda, llevando un pliego de papel... pero el tiempo pasa y él no concluye nunca de escribir. El Guardián, al fin, se decide a ir en su busca, y lo encuentra de rodillas en su celda, con el crucifijo en las manos y el papel delante. Estaba pidiendo a Dios que le inspirase lo que debía hacer. Y muy bien debió de inspirarle entonces el Señor, a juzgar por los efectos, pues el Guardián no se vio ya obligado por segunda vez a recomendarle los intereses temporales de la Comunidad.

El convento, edificado sobre una altura, estaba rodeado de un bosque, que confinaba con otros de los alrededores. Era un sitio delicioso, un verdadero paraíso. Pascual se encaminaba a este bosque con frecuencia, a fin de vigorizar entre sus árboles sus fuerzas, que iban lentamente disminuyendo.

Cuando le parecía hallarse solo, daba libre curso al ardor de su alma, cada día más abrasada por el fuego del amor divino. Sus brazos se agitaban como intentando sustraerle a alguna dulce violencia: su rostro despedía una claridad sobrenatural, y los que medio ocultos le observaban, percibían claramente palabras de suavidad inefable.

–¡Qué bueno eres para mí, mi amor crucificado! ¡Ah! ¡yo te amo! ¡te amo!...

Los religiosos, admirados de su vida, pensaron con justicia que hombre tan unido con Dios como Pascual no podría menos de ser, en caso de verse elegido para ello, un superior excelente. Y tanto trabajaron a este objeto, que al fin consiguieron fuese nombrado para ocupar dicho puesto.

Pascual, tan extremadamente riguroso para consigo mismo, fue todo amor para con sus súbditos. Era el primero en acudir a todos los ejercicios y el último en descansar de ellos. Advertía, sí, los defectos que notaba en los otros, pero con tacto y delicadeza tan exquisitos, que los obligaba amigablemente a enmendarse.

–Padre mío, dijo en cierta ocasión al Maestro de estudiantes, no es en los demás en quienes debemos ejercer las prácticas de un santo rigor. Sed más humano y más paternal para con esos hijos. No les hagáis odiosa la vida del claustro con vuestras intempestivas reprensiones y con vuestros rigores exagerados.

No tardaron las molestias de su oficio y su celo sin límites en quebrantar su salud lastimosamente. Así que, pasados algunos meses, fue enviado a Ayora con el fin de restablecerse. Allí estuvo un tiempo muy breve, pues poco después lo hallamos ya en Valencia.