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Pidiendo limosna

Sirviendo a Dios en la pobreza y en la abnegación, vayan con confianza a pedir limosna (Regla de San Francisco de Asís).

Las virtudes de Pascual, ocultas hasta ahora entre los muros del claustro, debían esparcir también al exterior su fragancia, y al igual que lo hicieran antes San Francisco y su compañero, marcha Pascual, siguiendo la voz de los Prelados, a predicar con la elocuencia de sus ejemplos, más bien que con la de las palabras.

El Santo se aleja cantando, con la alforja de limosnero al hombro. Va de un lugar a otro, rendido bajo el peso de las limosnas y con los pies doloridos, y camina sin descanso, indiferente a los ardores del sol o a las heladas ráfagas del viento. Aspe, Ayorte, Elda, Novelda y Alicante le vieron muchas veces atravesar sus calles.

Su primer cuidado al llegar a una parroquia era dirigirse a la iglesia, acercarse lo posible al sagrario y orar por largo tiempo. Luego entraba en el presbiterio, se arrodillaba ante el párroco o su coadjutor, y, después de besarles la mano, les pedía humildemente licencia para mendigar por la parroquia.

Los sacerdotes solían entretenerle a su lado para conversar con él, pero el Santo hablaba poco; y en lo poco que hablaba, su conversación iba siempre dirigida a Dios o al Santísimo Sacramento.

Rarísima vez aceptaba la invitación de sentarse a la mesa de algún bienhechor. «Prefiero comer en el campo», respondía alegremente. Y siempre que querían obligarle a dormir dentro de una casa, contestaba:

–Evitaos esa molestia; yo he sido antes un pobre pastor, y tengo gusto en dormir al descubierto.

Durante la noche su mirada se perdía a través del firmamento estrellado, y contemplaba con los ojos de la fe la belleza de la patria celeste, en donde, peregrino de este mundo, era esperado por su Padre.

Los paisanos no tardaron en reconocer en él uno de los grandes servidores del Altísimo. Sus austeridades fueron muy pronto conocidas. ¿De qué se alimenta? De cortezas de pan, mojadas en agua, y de frutas inservibles. ¡Y cómo desafía el cansancio! ¡Qué manera de afrontar con paciencia los trabajos!

Sus más sencillas palabras despiden un aroma de piedad que reconforta el espíritu. A él acuden en busca de consolación y de consejo. Esperan su llegada con impaciencia. Y aun mucho tiempo después de su salida de la población, nadie se ocupa de otra cosa que del santo Hermano, sobre todo en los corrillos que se forman al anochecer.

Sus oraciones, se dice, atraen sobre nosotros las bendiciones del Altísimo. Sus consejos nos hacen felices. Y los niños agregan: también cuenta muy hermosas historias.

Escenas hay en su vida de limosnero que evocan la mente los episodios de las Florecillas:

«Alabemos a Dios, decía un día San Francisco a Fr. Maseo, por el gran tesoro que poseemos, y que no es otro que Dios mismo, de quien hemos de gozar».

Y ambos arrojaban sobre una piedra algunos mendrugos de pan recogidos de limosna, y bebían, en la palma de la mano, del agua del torrente.

Uno de los compañeros de nuestro Santo en el oficio de limosnero, refiere a este propósito lo siguiente:

«Nos dirigíamos de uno a otro pueblo. Durante el trayecto Pascual se dedicaba a hablar de Dios con indecible ternura, a recitar piadosamente el Oficio de la Virgen o bien a meditar en los misterios de la vida de Jesucristo.

«Al hacer alto en cualquier lugar, su primer cuidado era rezar la estación al Santísimo Sacramento. Comíamos a la sombra de un árbol, y Pascual, previsor como él solo, buscaba en la alforja lo más apetitoso que llevaba y lo ponía en nuestras manos.

«Esto es para vos, añadía con graciosa sonrisa, comedlo, que bien merecido lo tenéis».

En lo que nunca pensaba era en su propia conveniencia. Se ingeniaba de maravilla para aliviar a su compañero lo más posible de las molestias del viaje, rodeándolo de toda clase de cuidados y tomando sobre sí la más pesada labor y el peor trabajo.

En cierta ocasión se había recogido una cuestación de aceite, mayor que de ordinario, y el Santo volvía al convento abrumado con el peso de dos enormes recipientes. Compadecidos de él dos buenos aldeanos, le dijeron: «Pero, Fray Pascual, ¿por qué no te vales de un jumento para llevar el aceite?»

Los ojos del Santo brillaron entonces con picaresca malicia, y en sus labios se formó una sonrisa significativa: «¿Un jumento? respondió; está bien; ¿pero seréis capaces de encontrar uno mejor que yo?»

Su deseo de favorecer a los pobres le obligaba a ir recogiendo por el camino los sarmientos desechados, y cuando tenía bastantes para formar un haz con todos ellos, lo entregaba gustoso al indigente que le salía al paso.

Otras veces dejaba la leña recogida en casa del que le daba hospitalidad, diciendo alegremente: «Ésta es mi moneda».

También solía cortar de los árboles las ramas secas que encontraba casualmente, para ofrecerlas luego a personas necesitadas que conocía. Y cuando alguno le dispensaba cualquier beneficio, su reconocimiento parecía no tener límites.

«Ten confianza, Tajarino, dice a un buen hombre que le acompañaba para las cuestaciones y que sufría de asma; ten confianza, que Dios te ayudará». Y pone luego la mano sobre el pecho del paciente, exclamando: «Ea, vayamos más aprisa». Con solo esto el enfermo se siente aliviado y en disposición de seguir adelante.

Al regresar Tajarino a su casa, ve con dolor que uno de sus hijos está a punto de exhalar el último suspiro. Ante peligro tan inminente se da prisa en llamar al Bienaventurado. La aflicción de los padres del moribundo conmueve profundamente al Santo, quien llorando, dice con voz quejosa: «¡Señor Jesús, él me ha ayudado, por amor vuestro, a hacer la cuestación. No le neguéis vos ahora vuestra ayuda en tan doloroso momento!»

No había aún terminado Pascual esta plegaria y ya la crisis estaba vencida. Los padres, dos veces felices, se apresuran a estrechar contra su corazón al hijo enfermo, y se complacen luego en publicar el poder maravilloso del santo Hermano.

Con todo, no era tan maravilloso este poder sobre los cuerpos cuanto sobre los corazones de los hombres. No había lugar por donde pasase en el que no animara al pueblo a acercarse con devoción y frecuencia a los Santos Sacramentos, a evitar las ocasiones de pecado, y sobre todo a reconciliarse con los enemigos.

Para estas cosas estaba el Santo adornado, según testimonio de cuantos le conocieron, de un don que puede muy bien calificarse de prodigioso. Sus palabras conmovían profundamente y vencían a los más obstinados pecadores. He aquí un ejemplo curioso del que nos da cuenta un rico señor de Monforte:

«Era yo niño por aquel entonces. Una tarde trajeron a nuestra casa el cadáver de mi padre que había sido asesinado a puñaladas. Todos sabían quiénes eran los culpables, pero la carencia de pruebas no permitía obrar libremente a la justicia.

«En tales circunstancias, mi madre, mi hermano mayor y yo juramos vengar el crimen. Yo consideraba como un deber sagrado dar muerte al asesino; así que pasaba un día y otro día tramando proyectos de venganza.

«Cuanto mayor era el tiempo en que me veía obligado a comprimir el fuego que me devoraba, tanto éste era más ardiente. ¡Ah! ¡qué terrible iba a ser mi venganza! Y ésta prometía ser mucho más terrible aún desde el instante en que mi madre y mi hermano, cediendo a las instancias de su confesor y de nuestros amigos, se decidieran a retractar su juramento... ¡Yo, yo era el único que perseveraba fiel a la memoria de mi padre!

«Un tal pensamiento redoblaba mis fuerzas. Así que a la edad de diecisiete años era yo el terror de mis enemigos. Yo sabía esto y lo sabían también cuantos me rodeaban, temiendo siempre llegara el momento. Pero yo no me daba prisa, porque estaba resuelto a llevar a cabo una venganza completa, atroz, inexorable... Los religiosos de Loreto, las personas influyentes de Monforte y otras más, se habían tomado a pecho mi conversión. Sin embargo, sus reflexiones no hacían otra cosa que exasperarme más y más. Hasta llegué al extremo de amenazarles también a ellos.

«Se representaba al vivo una tarde, era un Viernes Santo, la escena del Descendimiento de la Cruz, según acostumbraba a hacerse. El pueblo en masa asistía a la ceremonia, y yo, por no ser menos que los demás, formé parte en la procesión. Mis amigos, los monjes y otras personas fueron rodeándome disimuladamente, pero en tal modo, que en el momento del sermón me vi como aprisionado en medio de un círculo infranqueable. No tuve, pues, más remedio que prestar oídos a la elocuencia del predicador, quien puso término a su discurso con una vibrante peroración en la que me excitaba a perdonar a mi enemigo en recuerdo de la Pasión de Cristo.

«En un principio lo escuché impasible, mas al fin su retórica me puso furioso.

–¡Callad de una vez! grité. ¡Yo estoy en la resolución de antes! ¡Es inútil cuanto digáis! ¡No perdonaré nunca!

«En aquel preciso instante siento que una mano me coge por un brazo. ¿Cómo salí de aquel sitio? No lo sé... Pascual estaba delante de mí.

–Hijo mío, exclamó con un acento que no puedo olvidar, al propio tiempo que me miraba con ojos afables y tristísimos, hijo mío; ¡se ve que no has presenciado la Pasión de Jesús!

«Y continuó, después de hacer una pausa:

–¡Perdona, hijo mío, por el amor de Jesús crucificado!...

«Estas palabras, pronunciadas con acento lastimero, aquellos ojos tan humildes como expresivos clavados en mí, aquella fisonomía luminosa, transfigurada por un reflejo celeste... me cautivaron. Subyugado, enternecido, sollozante, dije entonces con labios trémulos por la emoción:

–Sí, padre mío, yo perdono por el amor de Dios.

«... La multitud estaba atenta, muda, ansiosa, sin atreverse apenas a respirar.

–Hermanos ¡perdona!, exclamó Pascual.

«La gente respiró satisfecha al oír estas palabras. Luego prorrumpió en un clamor frenético, clamor en que se veían confundidas alabanzas, bendiciones, sollozos... Yo lloraba también. Lágrimas de fuego brotaban de mis ojos, yendo a caer sobre la mano del Santo, que continuaba estrechándome entre sus brazos... Mientras tanto el odio se derretía en mi pecho, como se derrite el hielo al ser herido por los dardos del sol.

«Al fin, me daba por vencido... y no he vuelto ya a sentirme víctima de deseos de venganza».

Tal era la obra de Pascual en sus salidas del convento: hacer bien a los demás, conducir a Jesucristo las almas extraviadas, y suspirar, como el ave por su nido, por volver cuanto antes al convento, para que así no llegaran hasta él los aplausos del mundo.

Su primer cuidado al llegar de afuera, era ir a postrarse a los pies del superior para recibir de rodillas su bendición paternal y con ella el permiso de irse a la iglesia. Una vez allí, se entregaba por largas horas al ejercicio de la oración; y el gozo que en orar experimentaba, le daba a conocer claramente qué bueno y agradable es habitar en la casa del Señor.

En estas ocasiones venía a inquietarle un pensamiento muy natural en él:

«¡Qué dichoso sería yo si pudiera no apartarme nunca de aquí, o si me fuera dado, cuando menos, vivir lejos del mundo y de los tráfagos del siglo, consagrado enteramente al Amado de mi alma y en Él pensando de continuo!...»

Había cerca de Loreto una gruta, en la que solían pasar algunos religiosos una semana de retiro, sin dejar por eso de asistir al Oficio divino en el coro y a la Misa conventual. Esta gruta acababa entonces de ser abandonada por un religioso que se dedicaba a la predicación, en consecuencia a una dura prueba que había sufrido. Le parecía, en efecto, que los infernales espíritus trataban de destruir su morada, dejándole a él sepultado entre los escombros. Así que, en tan apurado trance, ni siquiera se había acordado de recoger sus libros. El Guardián llamó a Pascual para que fuera a buscarlos.

«Fui contentísimo, decía el Santo hablando de esto con un novicio, pues así podría disfrutar a mi gusto de las delicias de la vida eremítica.

«Ante todo me dediqué por algún tiempo a la oración; luego me entregué al descanso con propósito de levantarme a media noche para disciplinarme y volver de nuevo a la oración. Me dormí, acariciando en la mente tan hermosos proyectos, y desperté... cuando el sol inundaba ya la gruta con sus fulgores.

«Todo confuso me levanté más que de prisa, y volví a hacer los oficios que me tenía encomendados la obediencia, toda vez que lo sucedido vino a demostrarme que mis deseos eran una ilusión y nada más».