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La vida religiosa

No queramos regalos, hijas. Bien estamos aquí; todo es una noche la mala posada (Santa Teresa de Ávila, Camino 40,9).

Fray Pascual era de mediana estatura, de buena presencia y de rostro gracioso y amable, aunque no expansivo.

Tenía en su frente algunas arrugas y un principio de calvicie. Sus ojos azules, pequeños, brillantes, estaban protegidos por pestañas y cejas negras. La nariz y la boca eran regulares. Se veía bajo sus labios y de derecha a izquierda, una cicatriz que le daba la apariencia de estar siempre sonriendo. Completaban su fisonomía su color moreno, su barba rala y sus pómulos salientes.

Un año después de la toma de hábito hace Pascual la profesión, y se une a Jesucristo por indisolubles vínculos sagrados.

Los estatutos de los Alcantarinos exigían que nuestro Santo pasara en formación, ocho años, bajo la dependencia de un maestro de novicios, a ser posible en el mismo convento y ocupado en los oficios privados de la Comunidad. Este lapso de tiempo es el que se designaba con el nombre de años de Bendición. Las diversas reseñas que poseemos relativas a la vida religiosa del Santo nos permiten fijar aproximadamente su cronología exacta.

Pascual vive en Loreto hasta 1573, y al final de este período pasa algún tiempo en Elche y Villena. Hacia 1573 es destinado a Valencia, donde se estaba fundando un convento. Los cinco años siguientes los pasa yendo de un convento a otro: Villena, Elche, Jumilla, Ayora, Valencia y Játiva. Y por último, en 1589, es destinado a Villarreal, en donde permanece hasta su muerte, en 1592.

Sus ocupaciones fueron casi idénticas en todas partes: unas veces tenía a su cargo el refectorio y la portería: otras echaba mano de su alforja y se iba a pedir limosna por los pueblos de la comarca. Y en todo caso, jamás se negaba a ayudar a todos cuantos solicitaban el concurso de sus buenos oficios.

Así, pues, la urdimbre de su existencia se desarrolla bajo un plan monótono, que no se ve animado de ordinario con peripecias dramáticas. Su historia personal profunda es la toma de posesión de su alma por el Amor divino; una toma de posesión cada día más perfecta, hasta que, consumada la conquista, es introducida en la victoria suprema del paraíso.

El Santo va elevándose más y más hacia Dios; y al mismo tiempo y en la misma medida, va acrecentándose su acción bienhechora hacia todo lo que le rodea. A medida que su naturaleza se debilita, la gracia se transparenta más en él, y atrae más a los otros hombres hacia el Dios de la Eucaristía.

Sigamos el vuelo de esta ascensión espiritual, al menos en cuanto nos sea posible. Las acciones de Pascual pueden parecer con frecuencia insignificantes, no lo dudamos; y es posible que el mundo las desprecie. Pero, no, nada hay de vulgar en las vidas de los Santos. El amor divino todo lo ennoblece en ellos y lo dignifica.

La primera luz de la mañana sorprende a nuestro Bienaventurado en la iglesia, puesto de rodillas ante el altar: allí está el divino Maestro hablando al corazón de su hijo... Y éste, a ejemplo de la Magdalena, escucha dócil y absorto sus enseñanzas... Luego, dejando en suspenso por un momento su contemplación, va a despertar a sus hermanos, llama de puerta en puerta, y repite una y otra vez:

«¡Alabado sea el dulcísimo nombre del buen Jesús!

«¡A Prima, hermanos míos, a Prima! ¡A cantar alabanzas a Dios y a su Madre Santísima!»

Llega la hora de celebrar el Santo Sacrificio. Pascual ayuda a cuantas Misas le permiten sus ocupaciones. ¡Con qué devoción se dedica a servir en el altar a los ministros del Santuario! El ardor de su rostro revela las ocultas llamas de amor que le devoran por dentro.

Este amor crece y llega como a transfigurarle en el momento de la sagrada comunión, que tiene lugar ordinariamente en la primera Misa. Sus ojos entonces despiden fuego, de su pecho brotan suspiros que no puede reprimir, sus manos unidas se alzan a la altura del rostro, y todo anhelante y como sumido en éxtasis recibe a Dios en su corazón...

Después, cual hombre que no pertenece ya a la tierra, pierde el sentimiento de cuanto le rodea y prosigue maquinalmente sus funciones, sin darse apenas cuenta de nada... Este espectáculo se repite varias veces por semana, es decir, siempre que el Santo se acerca a la sagrada comunión.

Bien pronto sus transportes misteriosos llaman la atención del pueblo, y la gente comienza a juntarse cerca del altar para presenciarlos.

«¡Es un santo!» dice la admirada multitud. Y sus hermanos agregaban: «a ese paso, no tardará en hacer milagros».

Y milagros hacía ya el Santo... milagros de paciencia y de resignación. ¡Pobre portero! Subiendo y bajando sin cesar escaleras, yendo de la calle a las celdas y de las celdas a la calle, de la iglesia al huerto y del huerto a la iglesia, así pasa todo el día sin que, a pesar de ello, se manifieste jamás en su rostro el menor signo de impaciencia.

Cuando se encuentra con alguno al paso, le mira con amable sonrisa y le dirige por lo bajo una buena palabra, que es de ordinario una jaculatoria, una chispa que salta de la hoguera de su corazón:

«¡Qué bueno es Dios!»... «¡Todo lo que de El proviene es bueno!»... «¡Amemos mucho a Jesús!»... «¡Qué hermoso debe ser el cielo!»

Y sigue su camino, dejando a su interlocutor conmovido y edificado.

Veamos ahora cuál es su comportamiento para con los huéspedes. A veces eran éstos numerosos, llegaban a horas desusadas y se mostraban exigentes, después de los contratiempos sufridos durante el viaje. Es preciso recibirlos, atenderlos, cuidarlos, y más que todo hacerles compañía, escuchando el relato de sus fatigas o la descripción atropellada y enfática de sus peripecias, a veces poco interesantes. Pascual se avenía a ello de modo admirable y como si todo fuera para él la cosa más natural del mundo.

¿Y cuando se trataba de auxiliar a los pobres? ¡Ah, los pobres!... hubieran sido para él ocupación más que suficiente para todo el santo día, si no tuviera que atender también otras cosas.

Se hace preciso dejarlos para preparar el refectorio. No bien entraba en esta oficina, se postraba ante una pequeña imagen de María, oraba por breves instantes, y luego disponía todo lo necesario para cada uno de los religiosos. Como recuerdo de su pasada vida pastoril, observaba la costumbre de amenizar sus quehaceres con el canto. Modulaba a media voz gozos populares en honor de Jesús, de María y de los Santos. Con estas canciones adquiría nuevo ánimo para no rendirse a las fatigas de su oficio. Éste era el único entretenimiento que se permitía Pascual.

Después de haber comido malamente y servido a los pobres, se iba al huerto, sufriendo a veces el calor de la hora. Y cuando ya al fin del día el silencio dominaba los campos, iluminados por la luna, se internaba el Siervo de Dios por ellos, caminando al compás de sus cantos: «¡Bendecid a Dios, fuegos y calores!»

A veces su naturaleza desfallecía bajo la fuerza del Amor divino. Había obtenido Pascual licencia de sus superiores para irse a la iglesia en el tiempo de la recreación. Y un día de mucho frío, el padre Guardián dispone que se haga la recreación en la cocina. Llaman a Pascual para que acuda a ella. Viene al instante y se sienta junto al fuego...

Llegado allí, suspira desde lo más profundo, su mirada vaga sin fijarse en nada concreto. Un pensamiento embarga totalmente su espíritu. Se levanta de pronto, y cediendo a una fuerza irresistible, corre a postrarse ante el sagrario... Los religiosos tratan inútilmente de hacerle volver. Pero en cuanto dejan de sujetarle, se les escapa de nuevo hacia su centro de atracción.

El Guardián entonces le dice sencillamente: «Bien, fray Pascual. ¡Haz lo que quieras!». Al oir esto, el Santo obedece y cae en tierra sin sentido... Los religiosos le llevan a la celda, y una vez allí, Pascual abre los ojos, como si despertara de un sueño profundo.

Cierto religioso, que ya otras veces le había sorprendido en flagrante delito de arrobamiento, le pregunta qué le sucede:

«Os pido por favor, replica el Santo, todo confuso, que no os dejéis seducir por las apariencias en cuanto habéis visto. Dios se porta conmigo a semejanza de un padre con un mal hijo: me prodiga caricias y dulzuras para obligarme así a mejorar de vida...»