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El ideal de San Francisco de Asís

Jesucristo, hermanos míos, quiere que yo venza al mundo por la abnegación y la pobreza, a fin de que pueda así conquistar para Él las almas (S. Francisco de Asís).

El 2 de febrero de 1564, fiesta de la Purificación de María, recibe nuestro Santo el hábito religioso, y con él el nombre de Fray Pascual.

Los superiores, que conocían de mucho tiempo atrás al piadoso pastor y apreciaban en alto grado sus virtudes, no hubieran tenido inconveniente en prepararle para el sacerdocio. Pero la humildad de Pascual, a ejemplo de la de San Francisco de Asís, le hace retroceder ante la sola idea de ser sacerdote. Su única ambición es ser «la escoba de la casa de Dios».

Los superiores no se atreven a insistir en sus pretensiones, y el Santo ingresa en la humilde condición de hermano lego, condición que ya no cambiará hasta la muerte.

Libre, entretanto, del cuidado de las cosas temporales, pone todo su empeño en consagrarse enteramente a las de Dios. Su solicitud por adquirir un pleno conocimiento de las obligaciones de su estado, y su admirable puntualidad en la observancia de todas las reglas, hacen de él desde un principio en un religioso modelo. Nada para él más agradable que las rígidas leyes impuestas por San Pedro de Alcántara a sus discípulos.

Por lo demás, ¿no eran para él menos severas la mayor parte de estas leyes que las que él a sí mismo se había impuesto y que había cumplido durante muchos años? ¿Qué tenía de extraordinario para nuestro Santo andar descalzo, dormir sobre el duro suelo y ayunar y disciplinarse con frecuencia?

Y además, ¿cómo no sentirse dichoso con la posesión de esa estricta pobreza, que no admite más que lo necesario, y con esa dependencia inmediata de los bienhechores y del síndico, es decir, de la persona secular encargada de disponer de las limosnas hechas a los religiosos? ¡Ah! ¡Ésta era, sin duda alguna, la vida religiosa con que Pascual había soñado!

Cuantos tuvieron la dicha de conocer a nuestro Santo están acordes en testimoniar la asiduidad con que éste estudiaba, meditaba y se esforzaba por descubrir el alto significado de la pobreza, fijándose en todas las explicaciones que de ella le hacían, y distinguiéndola con su predilección durante toda la vida.

¡Le parecía tan bella esta pobreza que San Francisco de Asís había aprendido del Hijo de Dios y dado por consigna a su Orden! Pascual descubría en esta virtud el elemento inspirador que informa la mayor parte de los preceptos de la Regla.

La Orden de Frailes Menores, diversa de la de los Capuchinos que, con otras constituciones, observaban la misma Regla, y de la de los Conventuales, que obtuvieron de los Papas la dispensa de muchos preceptos, comprendía, bajo la obediencia de un mismo General (anteriormente a la bula de León XIII Felicitate quadam, del 4 de Octubre de 1897), las ramas siguientes:

los Observantes, que constituían, según León X, el tronco de la Orden y tenían el derecho de elegir, de acuerdo con las otras ramas, al sucesor de San Francisco;

los Alcantarinos o Descalzos, establecidos principalmente en España e Italia;

los Reformados, reconocidos en 1532 por Clemente VII,

y los Recolectos, que formaban, a partir de 1590, una custodia especial y que florecieron sobre todo en nuestras regiones.

Estas reformas, según Clemente VII (In suprema) «querían observar la Regla con más rigor aún», pero sin pretender en manera alguna separarse del cuerpo de la Observancia, en la cual la Orden entera guarda la práctica de la Regla, que en ella se observaba fielmente, según testimonio de Inocencio XI (Sollicitudo pastoralis). Su género de vida era, en general, más riguroso y contemplativo que el de los primeros.

Los Observantes en el siglo XV habían «vivificado en todo el mundo el cuerpo de la Orden, languideciente y casi muerto» (León X, Ite et vos) a causa de las muchas mitigaciones, solicitadas por gran parte de los religiosos e introducidas poco a poco en el organismo de la Orden.

Actualmente León XIII, suprimiendo estas ramas que ya no tenían razón de ser, ha unificado en mayor grado la Orden de los Frailes Menores, que cuenta casi siete siglos de existencia y que no ha dejado de dar a la Iglesia multitud de Santos y de varones eminentes.

En un principio, guiado el Poverello del amor a la pobreza, imponía el despego de los bienes terrenos, obligaba a los novicios a repartir su fortuna entre los pobres, prohibía a la Orden inmiscuirse en el reparto de la misma, prescribía el uso de hábitos viles y remendados, vedaba el uso de las cosas superfluas, del dinero y del calzado, e inculcaba el trabajo, como medio de subsistencia, y en caso de necesidad el «recurso a la mesa del Señor», por medio de una humilde mendicidad.

Las exhortaciones y consejos que da San Francisco no sólo en la Regla, sino también en su Testamento, que viene a ser como un elocuente comentario de la anterior, se representaban a los ojos de Pascual como otras tantas consecuencias lógicas del género de vida impuesto.

Despreciarse a sí mismo y no juzgar mal de los otros «vestidos con hábitos lujosos», considerarse en la condición de «peregrinos y exiliados en este mundo», tratar a todos con cortesía, mansedumbre y caridad; no irritarse en vista de las miserias y pecados ajenos; huir de todo orgullo y de toda ostentación; ser paciente en los infortunios y en las enfermedades; no andar buscando privilegios y exenciones... todo esto se desprendía con claridad patente de los principios antes expuestos.

Pascual no tarda en entenderlo, gracias al buen sentido práctico y a la perspicacia profunda que lo caracterizan. Este plan de perfección resplandece a sus ojos en toda su maravillosa unidad, y su maestro de novicios no puede menos de describir con admiración el modo como nuestro Santo manifiesta, ya desde un principio, en sus acciones, una asombrosa constancia y una normalidad de carácter que no sufrían jamás ningún eclipse.

El fervor constituye su estado habitual: los ejercicios más penosos le parecen los más propios para él. En efecto, Pascual, siguiendo a San Pedro de Alcántara y a sus discípulos, está firmemente resuelto a imitar a San Francisco. Y como San Francisco, él ante todo quiere tener «el espíritu del Señor y su santa actividad, orar siempre con corazón puro». A este ideal, es decir, a amar a Jesucristo, debía subordinarse todo lo demás.

Y puesto que Jesucristo habita entre nosotros en la Eucaristía, amar la Eucaristía viene a ser para Pascual el centro de la perfección. ¿Acaso San Francisco no solía pasar largas horas de meditación ante este Misterio de amor y lo recibía en su pecho con la piedad de un ángel?

Francisco se había reservado para sí la predicación en Francia, porque en Francia «se veneraban los Santos Misterios». Y en una carta dirigida al clero de todo el mundo, había recomendado se hiciese con suma reverencia la celebración y administración de la Eucaristía.

Tendido sobre su lecho de muerte había confesado que veneraba a los sacerdotes, aun a los que eran malos, «porque ellos consagran el Cuerpo del Señor». Escribiendo una circular seráfica, estimulaba sus religiosos a que profesaran un amor tiernísimo a este augusto Sacramento.

A Santa Clara y a sus hijas les animaba a que confeccionasen manteles para los altares; y pedía limosnas a los ricos para adornar las iglesias pobres. Hacía por sí mismo las hostias y preparaba con sus manos el pan del Sacrificio. Iba, con una escoba al hombro, a barrer las iglesias, supliendo así la negligencia de los que tenían el deber de hacerlo. A sus exhortaciones se debe la introducción del uso de los sagrarios, que sustituyeron a las palomas suspendidas en las que se conservaba antes el Santísimo.

En fin, su última voluntad había sido que sus religiosos venerasen la Eucaristía y la custodiasen en «sitios preciosos». ¡Tal fue el deseo supremo de aquel enamorado de la pobreza!

San Francisco, en una palabra, había elegido al Santísimo Sacramento, según frase de uno de sus contemporáneos, «por alma de su Orden e inspirador de la heroica pobreza de los Menores».

Pascual, reflexionando sobre las palabras y los hechos del santo Fundador, llegó a adquirir el pleno conocimiento de esta verdad ya en los inicios de su vida monástica. Su mayor gloria consiste principalmente en haberla comprendido y en haberla observado prácticamente.

Desde este momento él encontrará en la Eucaristía un estímulo irresistible a la práctica de las más admirables virtudes, olvidándose completamente de sí mismo en obsequio de su Amado. Y, como merecida compensación, él hallará en la Eucaristía el premio de sus incesantes sacrificios y la suprema felicidad de su vida.

He aquí cómo nos describe con entusiasmo esta última Ximénez, el que fue su novicio, amigo y superior:

«Nunca pensaba en satisfacer el menor capricho. Siempre ponía estudio en mortificarse a sí mismo. Yo he visto brillar en él la humildad, la obediencia, la mortificación, la castidad, la piedad, la dulzura, la modestia y, en suma, todas las virtudes; y no puedo decir a ciencia cierta en cual de ellas llevaba la ventaja a las demás.

«Si me pongo a considerar su pobreza, la encuentro perfecta; si su caridad, la veo brillar como el sol; su humildad parecía no tener límites, su mortificación sobrepujaba a cuanto puede humanamente soportarse...»

¿Cómo explicar un tal género de vida? Ximénez nos lo explica en seguida:

«Él pasaba todo el tiempo posible en adoración ante el Santísimo Sacramento. Al pie del tabernáculo se le hallaba desde después de maitines hasta la hora de las Misas: ¡estaba armándose para la jornada! Al pie del tabernáculo se le sorprendía al anochecer: ¡estaba descansando de sus fatigas!...»