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Pascual dirige sus pasos hacia la alegre Murcia, el país de los jardines, de las fértiles huertas atravesadas por canales y cubiertas de una vegetación sorprendente.

Va a visitar a su hermana Juana, que vive en Peñas de San Pedro. ¿No es ella su madrina para él, como él es para ella desde hace ya tiempo su frailecito?

Una tarde, pues, al decir de Juana y de su compañera, criada de la casa, ven éstas llegar a Pascual. Está extenuado por el cansancio, a causa del largo camino recorrido. Juana pone todo su empeño en obligarle a reparar sus fuerzas, y ordena a Ana que prepare para él el mejor lecho en la mejor habitación

¡Juzgábase tan feliz con la llegada de su «pequeño Pascual,» muy desarrollado ahora, pero siempre tan modesto y tan bondadoso! ¡Ah! ¡qué de cosas iba a decirle! Acababa de abandonar el país de Torre Hermosa para ir en busca de un misterioso desconocido... Juana, sin pararse en cumplimientos, le habla con amable familiaridad.

Una primera sorpresa viene a aguar su satisfacción. Pascual se niega a gustar todo otro alimento que no sea pan y agua. La pobre muchacha, hondamente conmovida, atribuye la negativa al extremado cansancio de Pascual... Luego le conduce a su habitación. Con sumo gusto hubiera pasado toda la noche conversando con él, pero Pascual le dice que ya hablarán largo y tendido en la mañana del siguiente día.

Una vez solo cierra la habitación y echa mano de las disciplinas. Juana, confusa e inquieta como está, no quiere retirarse a descansar con el corazón oprimido por la incertidumbre. Pocos momentos después se acerca de nuevo a la habitación... La luz está aún encendida. Guiada la joven por su curiosidad, mira hacia dentro a través de las rendijas de la puerta, y ve que Pascual, armado con una nudosa cuerda se azota cruelmente

A la mañana siguiente, otra nueva decepción la sorprende. Pascual se empeña en no probar alimento. Y además no hay medio de convencerle de que acepte provisiones para el viaje.

«No, Juanita, dice el Santo, basta con que metas en mi calabaza alguna agua fresca. Si siento hambre en el camino, nadie me impide demandar por limosna un pedazo de pan».

Juana le ve marchar, al fin, con el rostro iluminado por inefable sonrisa. La joven, hondamente conmovida, retorna sollozando a su casa. Allí le esperaba una nueva sorpresa: el lecho preparado para Pascual estaba aún en la misma forma en que lo habían dejado el día anterior.

«¡Es un santo!», exclama la joven, y como ella piensan todos los de la casa.

Pascual, entonces, procura emplearse como pastor, bajo las órdenes de un propietario del reino de Valencia. Albaterra, Orihuela y Monforte le han de ver, durante muchos años, recorrer sus campiñas al frente de los rebaños de su señor.

El joven extranjero se captó desde un principio la estima de todos. Y lo que más admiraba a las gentes era su extrema probidad. Pascual ponía todo cuidado en mantener a raya a sus ovejas, a fin de que no causasen desperfectos en las propiedades particulares. Cuando éstas alguna vez se desmandaban, en seguida reconocía: «la culpa es mía». Y al momento escribía el nombre del propietario, evaluaba los destrozos causados, y a costa de la paga que recibía entregaba al damnificado la cantidad que, a su juicio, le era debida a título de compensación.

En vano se le decía: «Pascual, tú te arruinas de ese modo. ¿No ves que, en resumidas cuentas, llegarás a soltar más dinero del que vale todo el rebaño?»

Pero el Santo replicaba: «Muchos robos pequeños forman uno grande, y llegan al fin a sumar una cantidad respetable que hace a uno merecedor del infierno».

Una vez, en la estación de primavera, invaden sus ovejas un plantío de trigo. Pascual las arroja de allí al instante, pero no se cree en condiciones de apreciar por sí mismo el daño ocasionado. Recurre, pues, a los arbitradores,que eran como los consejeros de la corporación, y se somete a su fallo. Éstos estimaron que debía esperarse, para fallar, el tiempo de la mies. Llegó el tiempo de la mies, y en ninguna parte de aquel campo eran tan hermosas y tan llenas las espigas como en el sitio en donde habían pastado las ovejas del santo pastor. Tal es el testimonio de los testigos oculares.

A pesar de todo Pascual no estaba tranquilo. De aquí que, aprovechando sus horas libres, acostumbra por aquel entonces acudir al lado de los segadores para ayudarles gratuitamente en sus faenas, y satisfacer así por el daño que pretendía haber causado. Durante este tiempo, se alimentaba por su cuenta, negándose a comer de lo que se traía para los trabajadores. «No tengo, decía, derecho alguno para ello». También era en extremo escrupuloso en orden al empleo de los víveres que le enviaban sus amos, hasta el punto de no osar distribuirlos a los pobres. A éstos los favorecía, pero siempre a cuenta de su peculio.

Como es de suponer, tanta probidad fue calificada por muchos de exagerada. Pero Pascual obraba llanamente siempre que se trataba de bienes ajenos, y no concebía siquiera que estas cosas pudieran ser tenidas como escrúpulos. No hacía, pues, caso alguno de tales críticas. «Más vale pagar aquí que en el infierno», replicaba invariablemente a sus censores. Y éstos, al fin, enmudecieron.

Pero no se crea por lo dicho que nuestro Santo llegara a observar para con los demás el rigor con que se trataba a sí mismo. Cuando alguna que otra vez hablaba a otros de sus deberes, lo hacía con tal bondad y dulzura, que nadie podría darse justamente por ofendido.

«Me hablaba con frecuencia, dice López, su mayoral, sobre los intereses de mi alma, y me excitaba instantemente a arreglar mi conciencia». «Debemos estar preparados, decía, porque la muerte puede sorprendernos cuando menos lo pensemos».

Su candoroso acento tenía una fuerza persuasiva tan eficaz, que uno se sentía emocionado al escucharle. «Verdaderamente, pensaba yo, Pascual podría llegar a ser un buen predicador».

«Sólo en una cosa, añade otro de sus compañeros, se mostraba intratable: en lo relativo a las costumbres».

Si alguno pronunciaba en su presencia palabras menos honestas, lo miraba con vista tan amenazadora, con brillo tan feroz en los ojos, con tal contracción en los labios, con los puños tan nerviosamente alterados y, en suma, con actitud tan terrible, que nadie hubiera osado proseguir con un tal lenguaje.

Cierto día, un pastor de Albaterra tuvo la desvergüenza de presentar al Santo una ramera. Pascual retrocedió espantado al verla, y rugió con energía:

«¡Atrás! ¡si te acercas a mí, os rompo a los dos la crisma a pedradas!...»

Y sabido era que cuando Pascual decía una cosa, no se retractaba nunca. «Cuando digo sí, sí; y cuando digo no, no. Sábete desde ahora para siempre que yo ni chanceo, ni miento». Tal era su divisa, y no fue necesario que la dijera más veces para que todos la conociesen.

El seductor no volvió a insistir. Y en ello obró cuerdamente, pues se tenía en grande aprecio la virtud del Santo, y hasta sus propios compañeros admiraban en el fondo del alma su varonil entereza.

Por otra parte, nuestro joven poseía sobre los otros cierto predominio, y más de una vez se hizo caso de sus palabras cuando, consultando su pequeño calendario, les anunciaba la proximidad de una fiesta de precepto o de un día de vigilia obligatoria.

Hubo ocasiones, particularmente cuando hablaba de las verdades eternas, en que las lágrimas llegaban a bañar su rostro quemado por el sol. Se reconocía que sus palabras eran el reflejo de una convicción profunda, y que él no consideraba como algo vago la figura de aquel Jesús cuya atracción y doctrina se esforzaba en describir a los otros.

Pascual estaba, sin duda, en relaciones con algún ser misterioso al cual trataba con intimidad y confianza. Y esto impresionaba a sus compañeros, tanto más cuanto que, austero consigo mismo y enemigo de bebidas y diversiones, no por eso dejaba de acomodarse en lo demás a sus costumbres.

«Siempre que llegaba algún día de fiesta, nos felicitaba alegremente y nos estimulaba a entretenernos durante las horas libres en recreaciones animadas... “pero honestas; ¿no os parece?”, añadía mirándonos con seriedad y al propio tiempo con benevolencia».

Por otra parte, Pascual siempre que veía a uno afligido, se apresuraba a acercarse a él. Y los consuelos con que procuraba animarle le salían de lo íntimo de su alma.

«Pobre hermano mío, exclamaba,; vamos, anímate. Ten valor y paciencia, vence sin desmayos esta prueba, que la Virgen Santísima no dejará de venir en nuestra ayuda».

No es, pues, nada extraño que todos le considerasen como a un ángel de Dios.