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Entre jóvenes

Pascual, ocupado en pastorear las ovejas de sus padres, ha vivido hasta ahora en una cierta independencia, y de ella se ha aprovechado para dar libre curso a sus aspiraciones de retiro y de oración.

Ahora, llegado a la adolescencia, cambia para él la situación, y en vez de guardar sus propios rebaños, se ve bajo ajena tutela y encargado de guardar los rebaños ajenos. A partir de esta circunstancia, entra de lleno en la corporación de los pastores, y por lo mismo debe adaptarse a sus leyes.

Al mayoral, su jefe, le toca reglamentar el empleo del tiempo y asociarle a las tareas de uno o más compañeros. Pascual se somete, pero no sin hacer interiormente un doloroso sacrificio.

La ley de Dios es la única que señala límites a su sumisión. Cierto día el mayoral quiere obligarle a robar uvas.

–No me es lícito robar los bienes ajenos, responde el Bienaventurado.

El jefe, no obstante, insiste en su pretensión, y el niño le dice de nuevo:

–Prefiero verme hecho trizas.

El patrón amenaza, pero Pascual no por eso vuelve atrás en su resolución. Viendo aquél, finalmente, que el Santo no da su brazo a torcer, penetra él mismo en la viña y coge del codiciado fruto; luego ofrece parte al Santo, y quiere obligarle a que lo coma en su compañía.

–Jamás, repuso Pascual, el bien mal adquirido no puede ser de provecho.

Otras veces había de presenciar los altercados que entre sí o con su patrón sostenían los pastores. La dureza nativa de éstos, reforzada por un sentimiento de honor mal entendido, era causa de que los tales se mostrasen implacables en la venganza, al propio tiempo que su desconfiada susceptibilidad servía de germen funesto para multiplicar las ocasiones. Apenas pasaba día en que no hubiera entre ellos graves reyertas, que por su crueldad llegaban con frecuencia a los límites del salvajismo.

Tales espectáculos helaban de terror al tímido muchacho, quien no se sentía dispuesto por su parte a manejar el estoque o a habérselas a puñetazos con sus rivales.

–Oye, hermano, decía a Juan Aparicio, compañero suyo de mayor edad a quien quería por sus cualidades como a un hermano,; este oficio de pastor no tiene nada de bueno, pues es propenso a originar continuas reyertas. Yo no quiero pasar la vida de este modo, y pienso hacerme religioso.

–Hazte, pues, en el monasterio de Huerto, respondió Aparicio, que está consagrado a la Santísima Virgen, posee recursos abundantes y tiene además la ventaja de estar en tu país.

–No, repuso Pascual, ese monasterio no me agrada; yo quiero otra cosa...

Y en conversaciones como ésta solía entretenerse muchas veces el Santo con su amigo, descubriéndole sus proyectos y haciéndole participante de sus vacilaciones.

Otras veces buscaba distracción en el canto, acompañándolo a los acordes de su rabel, y repitiendo sus gozos predilectos. Pero con todo, su principal agrado consistía en retirarse a solas lo más posible y rogar a Dios con gran fervor que le hiciera conocer su voluntad.

Un día refirió a su amigo, por quien sabemos nosotros todos estos detalles, que se le habían aparecido un religioso y una religiosa, a los que él no conocía, y cuyos hábitos eran distintos de los de los monjes del Huerto. Tenían ambos una apariencia de gran bondad y le habían dicho mirándole fijamente y con gran ternura:

–Pascual, la vida religiosa es muy agradable a Dios.

Esta aparición le había confortado mucho, pero al mismo tiempo le había sumergido en un mar de confusiones. ¿Cómo dar con dichos religiosos, de los que parecía valerse el cielo para indicarle la Voluntad divina?

Poco después le sobrevino una nueva visita. También esta vez se presentaba ante él un monje, vestido con tosco sayal y ceñido por una cuerda, casi igual al anterior, y que también le aseguraba que la vida religiosa era muy agradable a Dios.

Indeciso Pascual resolvió, por último, tomar como modelos a los santos cuyas vidas leía, y cubrir su cuerpo con un hábito semejante al que había visto en las dos apariciones.

Desde entonces se le ve siempre vestido con túnica cenicienta, ajustada a la cintura por una gruesa cuerda, y oculta por la capa que lleva de ordinario, y por un sombrero de anchas alas, uniforme típico de los pastores españoles.

Sus penitencias eran muy frecuentes, deseoso, decía, de expiar así los pecados que cometía a cada paso. Cierto día fue sorprendido con las disciplinas en la mano por uno de sus compañeros.

–¿Para qué son esas nudosas cuerdas?

–Éstas, repuso el Santo, para rezar mi rosario; aquéllas para castigarme por mis pecados.

–¿Pecados, tú? ¿Cuáles pueden ser? Dímelo, te lo ruego.

–¡Vaya una pregunta! exclama Pascual fuera de sí; ¿acaso no hay miradas indiscretas, imaginaciones peligrosas y movimientos de impaciencia?...

–¿Es que tú, repuso su interlocutor, sientes también el atractivo de las pasiones?

Pascual quedó pensativo un momento, y dijo luego con tristeza:

–Oh, ciertamente; sólo que en tales casos me arrojo sobre ramas espinosas, y allí permanezco hasta tanto que el sentimiento del dolor no vence al del placer.

Temeroso Pascual de que la fiebre del vicio llegase a arraigar en su corazón, rogaba a Dios y, en medio de sus oraciones, entreveía un lugar de refugio tanto más próximo a Jesucristo, cuanto más lejano de los peligros del mundo.

«Hay un hecho admirable, declara Aparicio, que señala el término de nuestras relaciones, no interrumpidas en el curso de casi tres años. No lo he mencionado hasta el presente, porque no sabía si podría o no ser de utilidad. Constreñido en virtud del juramento a manifestar a los jueces eclesiásticos todo cuanto recuerdo en orden a nuestras relaciones, muy lejanas ya a esta fecha [se hizo esta declaración en 1610, dieciocho años después de la muerte del Siervo de Dios], voy ahora a referirlo tal como ha pasado».

Y el buen viejo dio así principio a su relato:

«Era una ocasión en que pastaban nuestros rebaños entre CabraFuentes y Cobadilla. Rendido por el cansancio y devorado por la sed, deseaba yo beber agua. Había una fuente en las cercanías, pero estaba a la sazón tan cenagosa, que su solo aspecto causaba náuseas.

–Busquemos agua en otra parte, dije a Pascual, y hartémonos de beber, pues yo no puedo resistir más tiempo.

«Pascual me miró con compasión y me dijo:

–Aguarda aquí, hermano (siempre me llamaba de este modo), que no te faltará agua fresca.

«Y sin esperar mi respuesta, se aparta del camino, deja a un lado su cayado y su saco de cuero, y puesto de rodillas principia a escarbar en la tierra con ambas manos. Luego golpea el suelo con su bastón, y veo manar en el fondo de la cavidad un hilo de agua limpísima.

«Yo miré a Pascual con asombro y temblando de pies a cabeza. Pascual me invita a beber y yo obedezco lleno de respeto y admiración.

–Cuando tengas necesidad de agua, me dijo luego el Santo, golpea la tierra con el cayado y la hallarás.

«Nunca me he atrevido a poner en práctica este consejo, pero volviendo mucho después por el mismo sitio, dejé colocada allí una cruz en memoria del prodigio. El manantial se secó después de nuestra marcha, pero la cruz que allí planté hace dieciséis años, está en pie todavía».

El extraordinario testigo concluye afirmando que Pascual era un santo y que debe darse crédito a las palabras en que Pascual afirmaba haber sido favorecido con apariciones.

–Yo, por mi parte, no dudé nunca que haya visto a santos religiosos que le visitaban.

Así pues, Pascual, ya no piensa sino en llegar a ser como ellos. Y al fin se aleja, cediendo en favor de sus dos hermanas y de un hermano la parte que le corresponde en la modesta herencia paterna.

–Adiós, hermano, me dijo; yo parto para servir a Dios.

Pascual tenía entonces unos dieciocho años de edad.