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El pastorcillo

A los siete años comienza la enseñanza de la vida.

«Hijo mío, dice a Pascual su padre Martín Bailón, es preciso que de hoy en adelante te dediques al trabajo, según lo hacen también tus hermanos y compañeros. Tú quedas encargado de guardar los rebaños».

Y con aquella voz firme, que hacía temblar al ni­ño, el hombre íntegro le inculca el cuidado con que debe procurar que sus rebaños no ocasionen destrozos en las heredades ajenas.

«Pon grande atención en que tus bestias no causen daño en los campos veci­nos. A ti te toca vigilar sobre este punto con suma di­ligencia».

El muchacho escucha estas palabras y se aleja. Días después vuelve deshecho en lágrimas al lado de su madre y exclama:

«Os pido por favor que no me obliguéis a guardar juntamente las cabras y las ovejas; pues aquéllas son tan tercas, que todos mis esfuerzos resultan inútiles al objeto de evitar que vayan a pastar en los campos de los vecinos».

Isabel entonces le quita las cabras, y el niño que­da únicamente pastoreando las ovejas.

Éstas eran mucho más dóciles. «¡San Pedro y San Juan nos asistan!» decía Pascual en ademán de cas­tigarlas. Esto solo bastaba para mantenerlas a raya. Los desperfectos por ellas causados resultaban rarísimos, y el pastor podía así vivir más tranquilo.

Con todo, en la vida del pastor no hay mucho de apacible. ¡Tenía el Santo unos compañeros tan poco cuidadosos en sus conversaciones, tan propensos a jurar y perju­rar y tan dados a diversiones de mal gusto!... Pascual vivía contrariado en medio de ellos. «Yo no quiero ir al infierno», decía, aban­donando su compañía.

En vano se burlan éstos de sus escrúpulos y le tratan de excéntrico y aun quieren obligarle a to­mar parte en sus poco laudables diversiones. A des­pecho de todas sus exigencias el niño permanece inflexible. Su obstinación queda al fin victoriosa y los com­pañeros le dejan.

Desde entonces Pascual se encamina todos los días hacia una pequeña iglesia, muy venerada en toda la comarca, que estaba dedicada a la Virgen de la montaña, a Nuestra Señora de la Sierra. Y una vez a la sombra del amado Santuario, su turbación se desvanece como el humo.

«Mis rebaños, piensa, están mucho mejor viviendo yo aislado».

Con fre­cuencia se le ve en el campo dobladas las rodillas, juntas las manos y con los ojos fijos en la venerada capilla, ocupado en la oración o bien en cantar unos gozos, hermosos cantos populares, en honor de Je­sús y de María.

Llega, no obstante, un momento en que hasta sus mismas ovejas se rebelan contra sus buenos de­seos. La hierba escasea en aquel sitio, y es preciso alejarse e ir a otras partes en busca de pasto. Nues­tro pastorcillo no por eso abandona del todo las cercanías, y prosigue, frente a la capilla, en el ejercicio de sus piadosas prácticas.

A pesar de ello el rebaño no se muestra satisfe­cho, y le es necesario alejarse más y más, ya bor­deando con él los flancos de las montañas en donde entre las rocas crece la retama, ya descendiendo por los verdeantes declives en cuyo fondo serpean los arroyos o los torrentes espumosos, que se precipi­tan ruidosos en la época del deshielo y de las lluvias.

¿Qué hacer entonces, una vez perdido de vista el modesto Santuario?... Pascual diseña sobre su cayado una cruz, y cuel­ga bajo la cruz una imagen de la Virgen María, que es en adelante para él un objeto sagrado, digno de respeto y de amor. Postrado de rodillas ante él, prosigue nuevamente sus devotos ejercicios. Para señalar el tiempo fabrícase un diminuto cuadrante solar, y logra así regular para su servicio las horas del día.

Cruza, en esta época, por su mente la idea de ins­truirse.

«Si yo supiera leer, dice, podría rezar el Oficio de la Santísima Virgen y entregarme a la lectura de bellas historias».

Pero ¿de qué medio valerse a este fin? Cierto que estaba próximo el convento en donde los monjes enseñaban a leer; con todo no había que pensar en semejante cosa. Su padre había hablado; no tenía, pues, otro remedio que ganarse la vida y guardar el rebaño.

El niño no por eso renuncia a su proyecto: con­sigue hacerse con un devocionario, y valiéndose ya del auxilio de un compañero menos ignorante, ya de alguna otra persona de buena voluntad, pro­cura le sean explicadas algunas líneas, las graba en su memoria y las rumia a solas.

Este sistema era el que observaban los niños ju­díos del tiempo de Jesús. Se les enseñaban las pala­bras, conocidas por el rezo ordinario; y por la pro­nunciación familiar iban uniendo unos a otros los caracteres. La costumbre y la adivinación más o menos perspicaz de cada uno completaban la enseñanza de la lectura.

Y después de la lectura, la escritura. Nuestro escolar logro reunir algunos trozos de pa­pel y formarse con ellos un cuaderno. Hace las ve­ces de pluma una caña y se provee además de un tintero rudimentario, obteniendo así una escribanía que ofrece muchos puntos de contacto con la de los escritores árabes.

Ayudado así de estos conocimientos y más aún de las luces de la divina gracia, emplea Pascual una buena parte del tiempo en leer libros piadosos, sobre todo vidas de santos, y en escribir para su uso los pasajes que más le agradan.

Para descansar de sus lecturas y de sus plegarias, se entretiene en hacer rosarios. Abundaban en los terrenos arenosos y en los bordes de los estanques los juncos de tallos deteriorados y flexibles. Las ovejas no los comían, y de ellos se servía el Santo para hacer los Ave, formando pequeños nudos; con otros nudos más gruesos formaba los Pater; luego los sujetaba en forma de corona, y así se proveía de rosarios destinados a sus com­pañeros.

Siempre que encontraba a alguno de éstos más piadoso y bueno que los demás, le ofrecía uno de aquellos rosarios, y le exhortaba a rezarlo diaria­mente, diciéndole con la convicción más profunda: «esto atraerá sobre ti la felicidad».

Y no dejaba de haber muchos que se dejaban per­suadir de ello. Uno de éstos refiere que «todos se creían seguros cuando estaban cerca del Beato». Y añade:

«Cierto día que nos hallábamos en los al­rededores de Alconchel, sentados junto a dos árbo­les, sobrevino de improviso una ráfaga de viento huracanado que, pasando como una tromba, arrancó de cuajo ambos árboles. Éstos cayeron al suelo, pero a un lado y a otro de la dirección en que nos­otros, asustados, emprendíamos la huída. Casi por milagro conseguimos en tal ocasión librarnos de una muerte inminente».

No faltan tampoco en la vida pastoril daños y pri­vaciones. Para evitar los primeros, se debe estar alerta a despecho de los fríos vendavales que azotan el rostro, y de los rayos de un sol de fuego que mar­chitan la hierba y que abrasan como una hoguera.

Estas incomodidades no tenían eficacia alguna contra la firmeza de voluntad de nuestro pastorcillo, quien ardía en deseos de imitar a los santos y de testimoniar, por medio del sufrimiento, el amor que profesaba a Jesucristo.

Así que, no contento aún con estas penalidades, se despoja de su calzado y camina con los pies desnudos por ca­minos pedregosos, para mortificarse a sí mismo con las heridas que le producen las piedras y las espi­nas.

Y cuando alguno le pregunta la causa de tales rigores, responde: «yo quiero ganar el cielo y satisfacer por mis pecados». «Su corazón, observa el antiguo biógrafo del santo, estaba ya entonces es­clavizado por el amor a Jesús paciente».

Buscaba al amado de su alma, siguiendo las hue­llas de los rebaños. Aun durante la noche, cuando el frío reunía a los pastores en torno a una gran hoguera, Pascual corría a ocultarse y a orar a la entrada de una ca­verna, malamente cerrada con algunas ramas. La dé­bil llama de un fuego, pobremente alimentado por sarmientos recogidos, le servía con sus rojos destellos, no tanto para calentar sus ateridos miembros, sino para leer en su libro del Oficio. ¿Acaso el amor divino no es un fuego que se alimenta con el ser mismo de aquel a quien inflama?