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Los primeros años de San Pascual Bailón

España, a mediados del siglo XVI, acaba de poner término a su larga cruzada contra los musulmanes; y enriquecida con un nuevo mundo, toca al apogeo de su grandeza. «Cuando ella se mueve, solía decirse, Europa tiembla».

Sus monarcas, dueños de Estados sobre los cuales «no se pone el sol», tienden a introducir en ella el centralismo. Y para ello es preciso acabar con los fueros, que eran un legado de las costumbres antiguas, sagradas e inviolables. Provincias entonces, que antes habían sido reinos, deseosas de conservar su autonomía, luchan repetidas veces, y no siempre sin éxito, por esta causa.

Con todo, en ninguna parte fue tan viva la lucha como en el Norte, en Vizcaya, Navarra y Aragón. Los aragoneses llegaron a insultar a los comisarios e inquisidores madrileños al pie de la ciudadela de Zaragoza, que fue residencia de éstos y les sirvió más de una vez de lugar de refugio. Les recordaban la fórmula dirigida por los nobles de antaño al que era constituido como nuevo jefe: «Cada uno de nosotros vale tanto como vos, y reunidos todos valemos más que vos».

El estilo de vida que entre ellos se observaba contribuía no poco a vigorizar este amor a la independencia y esta constancia en defenderla. Los niños, por ejemplo, eran destinados a conducir los rebaños desde su tierna infancia, y erraban a la ventura, sin disfrutar apenas de la dulzura del hogar paterno. Más tarde, emprendían largas peregrinaciones, y recorrían con sus merinos, a semejanza de los árabes, las llanuras de Castilla y de Extremadura. Pasaban los años del crecimiento en sus estepas inmensas de desairados horizontes, perdidos en medio de una naturaleza austera y silvestre, y llegaban así a adquirir un carácter firme como el suelo que pisaban, y áspero como la brisa que sopla en las montañas.

Aún en la actualidad los campesinos aragoneses, sobrios y enérgicos, prefieren la caza a la agricultura, y la existencia nómada a la vida sedentaria. Insensibles a la fatiga y contentos con lo necesario, inclinados a la violencia y fogosos por temperamento, nadie como ellos para llevar a cabo la realización de grandes proyectos y para desempeñarlos con constancia rayana en el heroísmo.

Tal es el pueblo en medio del cual tuvo la cuna nuestro Santo. Torre Hermosa, su patria, es una pequeña población reclinada al pie de los montes Ilirianos, que dependía, a la sazón, en lo temporal de Aragón, y en lo espiritual de la diócesis de Sigüenza, aneja a Castilla.

«Diríase, observa el antiguo Cronista, que el Señor quería que nuestro Bienaventurado llegase a ser un sujeto con el que pudieran, a un propio tiempo, vanagloriarse dos reinos».

Sus padres, que eran unos modestos inquilinos del monasterio cisterciense de PuertoRegio, se enorgullecían, no obstante, de la nobleza de su sangre, ya que no figuraban en la lista de sus antepasados «ni moros, ni judíos, ni herejes».

Martín Bailón, creyente de buena cepa e íntegro hasta el rigor, habíase unido en segundas nupcias con una dulce y piadosa criatura, llamada Isabel Jubera. El sentimiento cristiano que informaba su alma, le movía a profesar una veneración sin límites hacia el augusto Sacramento de nuestros altares. Por eso, antes de emprender el viaje de la eternidad, quiso recibir de rodillas el santo Viático.

Isabel, por su parte, amaba a los pobres. Y no faltó quien más de una vez dijera a Martín, refiriéndose a ella:

–Concluirá por arruinaros con sus limosnas. Pensad, pues, en el porvenir de vuestros hijos.

–No importa, replicaba el buen esposo, la medida de trigo que ella dé por amor de Dios nos será por Dios devuelta más colmada aún y llena hasta los bordes. Y dejaba a su mujer en el ejercicio de su obra caritativa.

Siguiendo esta norma, Bailón y Jubera, no por no ser ricos, llegaron nunca a conocer la indigencia. Dios bendijo sus trabajos e hizo fructificar su unión. Gracias a su hijo, su nombre está destinado a perpetuarse en la posteridad.

Este hijo, que es su mayor gloria, vio la luz del mundo el 16 de mayo de 1540, día de Pentecostés. Y había de morir también en un día de Pentecostés, el 17 de mayo de 1592.

Pues bien, en España, al día de Pentecostés se le solía llamar «Pascua florida» o «Pascua de Pentecostés». Y todo niño nacido en Pascua debía llamarse Pascual: tal era entonces la costumbre.

Pascual tuvo por madrina a su propia hermana Juana, primer fruto del primer matrimonio de Martín Bailón. Y son pocas las noticias que han llegado hasta nosotros acerca de los primeros años de la vida de nuestro santo. Sí sabemos que el niño creció al lado de sus hermanitas Ana y Lucía y de su pequeño hermano Juan, vástagos del segundo matrimonio.

Pascual prefiere, ya desde un principio, la compañía de su madre a toda diversión infantil. Puesto sobre las rodillas de ésta, o bien sentado junto a ella, se complace en escuchar de sus labios las conmovedoras historias de Jesús, de María, de los santos mártires y de los espíritus angélicos. Este mundo de la fe tiene para él un especial atractivo y se ofrece a su imaginación de niño con los más brillantes colores. Sus entretenimientos infantiles los constituyen piadosas imágenes, más bien que los juegos bulliciosos de su tierna edad.

«Poned atención, solía decir Isabel, en lo bien que hace mi pequeñuelo la señal de la cruz y en la devoción con que recita sus oraciones».

Una vez llevado nuestro niño al templo, toda su atención se reconcentra en seguir con ojo atento el curso de las sagradas ceremonias de los ministros del Señor. ¿Cuáles fueron entonces sus relaciones para con el Dios de la Eucaristía? He aquí una cosa imposible de averiguar.

Lo que sí resulta indudable es que, a partir de aquella época, Pascual se siente atraído irresistiblemente hacia la iglesia. ¡Cuántas veces, en que le dejaban solo en su casa, huía Pascual, y, volando más bien que corriendo, se encaminaba al pie del sagrado Tabernáculo, permaneciendo allí como abismado en oración ferviente!... Su madre, inquieta por la fuga del niño, le buscaba por todas partes, lo descubría al fin junto al altar, y le obligaba a regresar a casa.

Y en vano Isabel, al igual del padre, se esforzaba por retenerle dentro de casa, echando mano ya de las caricias, ya de las amenazas, pues no había medio alguno de conseguirlo.

Hubo, no obstante, un día en que Pascual puso término a estas escenas.... el día en que, habiendo llegado a la edad de la razón, se dio cuenta de la obligación que tenía de obedecer a sus padres.

«Profundamente respetuoso para con ellos, se dice, jamás resistió sus órdenes, ni dejó de prestarles obediencia».

No tiene nada de extraño, pues, que un niño como Pascual sintiera deseos de abrazar la vida religiosa. Estos deseos se patentizan claramente ya a sus siete años de edad. Un testigo ocular refiere esta anécdota, entre otros sucesos relativos a su infancia:

«Mis padres, que eran muy devotos de San Francisco de Asís, me habían consagrado a él. Siendo yo como de ocho años de edad, ostentaba ya sobre mi cuerpo el hábito, la capilla y el cordón franciscano. Era un fraile en miniatura.

«En ocasión en que me hallaba postrado por la enfermedad en el lecho del dolor, vino a visitarme mi pequeño primo Pascual.

«No bien éste penetró en la habitación vio sobre una silla la religiosa librea, corrió a cogerla y se la puso en un abrir y cerrar de ojos. Una vez vestido, nuestro improvisado fraile principió a contemplarse a sí propio con admiración y a parodiar todas las acciones y actitudes de los reverendos Padres.

«Llegó, luego, el momento de despojarse de su nueva vestimenta. Entonces asaltóle una inmensa tristeza, prorrumpió en lágrimas y gemidos, y opuso una resistencia desesperada... Fue preciso que Isabel interviniese en el litigio. El niño se sometió a la voz de su madre, y llorando como un sinventura y sollozando amargamente fue dejando una a una todas las piezas de su uniforme, no sin dirigirles antes una mirada llena de lágrimas y de una santa envidia.

–No importa, exclamó al fin Pascual, cuando yo sea grande me haré Religioso. Quiero vestir el hábito de Francisco.

«Estas palabras las repetía desde entonces con mucha frecuencia; así que su hermana Juana le designó, a partir de aquel día, con el calificativo de frailecito, cosa que hacía sonreír al Santo,

Más tarde, cuando ésta lo vio convertido en Religioso franciscano:

«Pascual, mi ahijado, exclamó con muestras de regocijo, se ha portado como hombre de palabra. ¡Ah! ¡Cuán orgullosa estoy de ello!»

Y no le faltaba, en verdad, razón para enorgullecerse, ya que estaba persuadida, quizás no sin motivo, de haber contribuido en parte a formar su vocación.