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Lección Décima

Honores rendidos a los mártires

La sepultura concedida

Ha terminado el drama trágico del martirio, y la muchedumbre se aleja embargada de sentimientos muy diversos: unos contentos y satisfechos, otros tristes y preocupados, algunos conmovidos...

Pero junto a los restos del mártir queda un grupo de familiares, amigos o hermanos en la fe. La ley disponía que aquellos restos lastimosos fueran entregados a quien los reclamara.

«Los cuerpos de los ajusticiados se deben entregar a quien los pida para enterrarlos» (Pablo, Digesto XLVIII, XXIV,3). «Los cadáveres de los decapitados no se deben negar a los parientes. Las cenizas y huesos de los ejecutados por el fuego se pueden recoger y depositar en un sepulcro» (Ulpiano, ib. 1).

A ejemplo de José de Arimatea, que pide a Pilato el cuerpo del Salvador (Mt 27, 57-58), los fieles cristianos piden a los magistrados los cuerpos de sus hermanos martirizados. Y aún durante las mismas persecuciones, se hacen a los mártires solemnes exequias.

Cuando en Cartago fue decapitado el obispo San Cipriano, los fieles lo sepultaron de modo provisional cerca del lugar de su ejecución. Pero por la tarde, fueron a buscarlo clero y fieles, y en procesión solemne, con cirios y antorchas, cantando himnos de victoria -cum cereis et scolacibus, cum voto et triumpho- , lo trasladaron a una posesión del procurador Macrobio Condidiano, junto a un camino que llamaban «la vía de los sepulcros», y allí recibió sepultura definitiva.

La sepultura denegada

Ésta era la costumbre normalmente seguida, según suelen referir las Passiones de los mártires. Pero en ocasiones la ley permitía que los magistrados negaran la concesión de sepultura: nonnumquam non permittitur (Ulpiano, Digesto XLVIII, XXIV,1). Varios ejemplos de esto se dieron en tiempo de Marco Aurelio.

Los restos de los mártires de Lión, tanto de aquellos que murieron en la cárcel como de los decapitados o arrojados a las fieras, fueron echados a los perros. Y a los seis días, lo que quedaba, fue quemado y arrojado al Ródano: «Los paganos -escriben los hermanos de Lión- creían que de este modo habían vencido la voluntad del Altísimo, privando a los mártires de la resurrección. Así, se decían, se quitará toda esperanza de renacimiento a estos hombres animados por esta esperanza, que desprecian las torturas y que corren alegremente a la muerte, introduciendo en el Imperio una religión extraña. Veamos ahora si resucitan y si su Dios le ayuda y consigue arrancarlos de nuestras manos» (Eusebio, Hist. eccl. V,1,57-63).

Este tosco prejuicio, que también es consignado en otros documentos, fue uno de los motivos que a veces indujo a los paganos a matar a los cristianos de modos que aniquilasen lo más posible sus cuerpos -como por el fuego-, y a negar sepultura digna a sus restos. Pensaban que así hacían imposible su resurrección, y que de este modo perseguían a sus víctimas no solo en este mundo, sino también en el otro. Vano intento.

«Cuando mi cuerpo haya sido destruido -escribe San Ignacio a los romanos (4)- seré verdaderamente discípulo de Jesucristo». Pionio declara en la pira que va a reducirle a cenizas: «Aquello que sobre todo me mueve a buscar la muerte, lo que me da fuerza para aceptarla, es el deseo de convencer a todo el pueblo de que hay una resurrección» (Passio S. Pionii 21).

Ese odio supersticioso de los paganos explica que en la época de Diocleciano muchos mártires, después de ser decapitados, sofocados por el fuego o muertos por las fieras, fueran arrojados al río o al mar, o quedaran abandonados en el suelo prolongadamente. Eusebio narra uno de estos actos de barbarie, que fue seguido de un suceso impresionante:

«El gobernador de Cesarea llegó en su furor contra los siervos de Dios hasta pisar las leyes de la naturaleza, prohibiendo dar sepultura a los restos de los santos. Por orden suya, eran custodiados al aire libre día y noche, para que las fieras pudieran devorarlos. Cada día se podía ver a una muchedumbre que velaba para que esta orden se ejecutara exactamente. Los soldados impedían que se recogieran los cadáveres, como si en esto les fuera mucho, y los perros, las fieras, las aves carnívoras destrozaban y dispersaban los miembros humanos, dejando restos de huesos y vísceras por cualquier lugar de la ciudad. Algunos dicen haber visto restos de cadáveres en las calles. Pues bien, al cabo de varios días sucedió un prodigio. Estando el cielo limpio y sereno, por las columnas que sostienen los pórticos comenzaron a correr gotas de agua, que mojaban el suelo de las plazas, aunque ni había llovido ni caído rocío. El mismo pueblo reconoció que la tierra, no pudiendo soportar las impiedades que se cometían sobre ella, había derramado lágrimas, y que las piedras, seres privados de razón, habían llorado para conmover a los bárbaros corazones de los hombres». Eusebio apela al testimonio de cuantos vieron con sus propios ojos estas lágrimas de las cosas, lacrymæ rerum (De Martyr. Palest. 9,12-13).

Junto a este odio supersticioso a los restos de los mártires ha de tenerse también en cuenta que a los magistrados les irritaba profundamente los honores solemnes que eran tributados a quienes ellos habían infamado y condenado, viendo además en tales honores un estímulo para que se afirmara aún más la superstición cristiana.

Ya en siglo II, los familiares del irenarca de Esmirna piden al procónsul de Asia que no ceda a los cristianos el cadáver de San Policarpo, «no sea que dejen ahora al Crucificado para adorar a éste» (Martyrium Polic. 17). Los fieles, sin embargo, logran recoger los huesos del mártir perdonados por las llamas, «más preciosos para nosotros que el oro y las piedras preciosas» (ib. 18).

Al principio de la persecución de Diocleciano, los servidores cristianos de palacio que fueron martirizados recibían sepultura. Pero luego se mandó desenterrarlos y arrojar los restos al mar, temiendo que «si permanecían en sus tumbas comenzarían a adorarlos como a dioses» (Eusebio, Hist. eccl. VIII,6). El gobernador Daciano, mandar arrojar al mar los restos del diácono San Vicente, martirizado en Valencia, «temeroso de que si los cristianos guardaban sus reliquias, lo honrasen como a mártir» (Passio S. Vincentii 10).

La denegación de sepultura se hizo frecuente al comienzo del siglo IV, cuando la guerra contra los cristianos se hizo más violenta y sistemática. Pero en términos generales puede decirse que, salvo alguna excepción, en los tres primeros siglos no hubo obstáculos para la libre inhumación de los mártires, que a veces era muy solemne. Santa Cecilia y San Jacinto, por ejemplo, fueron depositados en sus tumbas con mortajas tejidas con hilos de oro.

Rescate de las reliquias de los mártires

La Iglesia, desde su inicio, tributa un honor inmenso a sus miembros inmolados a causa de la fe (Libanio, Epitaphios Juliani; S. Gregorio Nacianceno, Oratio IV,58; VII,11; S. Juan Crisóstomo, In Juventinum et Maximinum 2). La devoción de los fieles hacia los restos de los mártires es tan grande que no dudan en exponer sus vidas para recuperarlos. Se atreven a infringir las graves disposiciones de los magistrados, y emplean su dinero y su astucia para recoger las reliquias de los mártires y llevárselas en secreto.

Bajo Marco Aurelio, son «robados» los restos de San Justino y compañeros en Roma (Acta S. Justini 5), y en Lión las reliquias de los santos Epípodo y Alejandro (Passio SS. Epipodii et Alexandri 12). Bajo Decio, los fieles «hurtan para colocarlos en lugar seguro» los restos de Carpos, Papylos y Agathonice (Martyrium Carpi, Papyli et Agathonicae in fine). Bajo Valeriano, en Tarragona, los fieles van de noche al anfiteatro y apagando la hoguera, que todavía ardía, rescatan de los rescoldos los restos de Fructuoso y de sus diáconos (Acta Fructuosi, Augurii et Eulogii 6). Bajo Diocleciano, en años en que la prohibición de sepultura era más frecuente, se producen muchos de estos rescates devocionales. En Macedonia, unos cristianos que se disfrazan de marineros van en barcas para recoger con redes los cuerpos de Filipo y Hermes, arrojados al Hebro (Passio S. Philippi 15). En Roma, en la pequeña catacumba de Generosa, con cascotes de otras tumbas, se construye a toda prisa una tumba para guardar los cuerpos de los mártires Faustino y Simplicio, pescados en el Tíber (Acta SS. Beatricis, Simpliciis et Faustini, en Acta SS. julio, VII,47).

¡Qué devoción inmensa la de los cristianos hacia los mártires, queriendo guardar fielmente no solo la memoria de su triunfo, sino hasta las menores partículas de sus restos corporales!

Los cristianos de Cartago, cuando su obispo San Cipriano está de rodillas para ser decapitado, extienden delante de él paños y lienzos, para que no se pierda ni una gota de su sangre (Acta proconsularia S. Cypriani 5). Cuando fue abierta la tumba de Santa Cecilia, al lado de la mártir, se hallaron lienzos manchados de sangre, que habían sido enterrados con ella. El poeta Prudencio vio en la catacumba de San Hipólito una pintura que representaba a los fieles recogiendo con esponjas la sangre de este mártir (Peri Stephan. XI, 141-144).

En la última persecución, cuando era negada la sepultura a los mártires, a falta de su cuerpo, los fieles inhumaban con toda solemnidad su sangre. Una inscripción de Numidia recuerda esta piadosa ceremonia, en honor de unos mártires que se negaron a ofrecer incienso a los ídolos: «Inhumación de la sangre de los santos mártires que sufrieron en la ciudad de Milevi, siendo presidente Floro, en los días de la prueba del incienso» (Bullet. di Arch. Crist. 1876, lam. III, nº 2).

Los sepulcros de los mártires

La ley romana prohibía toda profanación de las sepulturas. Un rescripto de Marco Aurelio, que se aplicaba en todos los casos, disponía que «los cadáveres que han recibido justa sepultura no sean turbados jamás en su reposo» (Marciano, Digesto XI, VII,39). Por tanto, los restos de los mártires, una vez sepultados, quedaban seguros, si no de toda violencia popular, sí al menos de toda profanación legal.

Era muy importante fijar bien los límites de una sepultura, pues la ley daba a ésta una condición «religiosa», haciéndola inalienable, fuera del comercio. Por eso en muchos epitafios antiguos se da la medida exacta del terreno funerario -in fronte pedes... in agro pedes...-. Había campos funerarios de gran extensión, como verdaderos parques, y los había muy reducidos, como las tumbas modernas. No pocos cementerios cristianos se formaron en torno al sepulcro extenso de un mártir famoso.

Cuando bajo Caracalla fue martirizado Alejandro, obispo de Baccano, en la Toscana, se consiguió para su sepulcro un terreno de trescientos pies cuadrados (Passio S. Alexandri, en Acta SS. sept. VI,235). La mayor parte de las catacumbas medianas o pequeñas de Roma, situadas a veces en fincas de cristianos ricos y generosos, se formaron de este modo, añadiendo tumbas en torno al sepulcro de un mártir ilustre.

Las antiguas tumbas de los mártires no estaban ocultas. Los mártires y confesores del linaje de los Flavianos, por ejemplo, ya en el siglo I, tienen su sepulcro junto a Roma, en la vía Ardeatina, y en él se entra por un acceso monumental, que aún se conserva (Bullet. di Arch. Crist. 1865, 335 y 96). Y a principios del siglo II, el sacerdote romano Cayo escribe: «Yo puedo mostrar los trofeos de los Apóstoles. Si vais al Vaticano o a la vía Ostiense, allí encontraréis los trofeos de quienes fundaron la iglesia de Roma» (Eusebio, Hist. eccl. II,25,7). Las tumbas de San Pedro y de San Pablo, siglo y medio después de su martirio, eran todavía reconocibles por algún mausoleo.

En tiempos ordinarios, por tanto, no hallaban los cristianos obstáculos para sepultar dignamente a sus mártires, y para visitar por devoción sus sepulcros. Incluso la ley permitía, con licencia del emperador, trasladar los restos de los mártires que habían muerto en el destierro (Marciano, Digesto XLVIII, XXIV,2; Tácito, Annales XIV,12).

Así fueron trasladados desde la isla de Cerdeña los restos del Papa Ponciano, cuyo epitafio se halla en el cementerio de San Calixto. Su sucesor, Flaviano, con los permisos necesarios, fletó un navío, y acompañado de numeroso clero, rescató de su destierro las reliquias de aquel confesor de Cristo (Liber Pontificalis, Pontianus; edit. Duchesne, I,145).

El título de mártir en la disciplina de la Iglesia

¿Cómo se distinguían las tumbas de los mártires de las de los simples fieles? La señal más obvia y visible era la inscripción del título de mártir en la lápida sepulcral. Esta tumbas eran en seguida objeto de devoción y culto entre los cristianos. Y esto despertaba el recelo o el odio de los perseguidores.

Prudencio expresa el odio de los perseguidores a las tumbas de los mártires, poniendo en labios de uno de aquéllos estos versos: «voy a destruir hasta sus huesos, para que no se les erijan tumbas -visitadas luego por la muchedumbre- ni se les hagan inscripciones con el título de mártir» (Peri Stephanon V,389-392).

A pesar de los destrozos de los siglos, quedan aún muchos de estos tituli primitivos, en los que la palabra martyr, entera o abreviada -a veces con la letra M-, fue escrita en el mismo tiempo del martirio.

En el cementerio de San Hermes, por ejemplo, se conserva íntegra en una lápida elevada la inscripción: «Depositado el 3 de los idus de septiembre, Jacinto, mártir - DP. III IDUS SEPTEMBR YACINTHUS MARTYR». Y en la cripta de Lucina, el epitafio del Papa Cornelio, obispo, epíscopo: «CORNELIUS MARTYR EP».

Los minuciosos procesos modernos para la canonización de los santos eran, evidentemente, desconocidos en la antigüedad. Los siervos heroicos de Cristo eran canonizados por el pueblo sin más. Sin embargo, la autoridad eclesial vigilaba para que no se diese el título de mártir a quien no lo hubiese merecido realmente. Por eso desde muy antiguo se llevaba en las iglesias listas de los cristianos que habían muerto por Cristo, y se celebraba su aniversario en el calendario litúrgico.

San Cipriano, por ejemplo, nombra a varios mártires anteriores a la mitad del siglo III, que eran públicamente conmemorados en Cartago el día aniversario de su martirio (Epist. 64).

En cada iglesia, probablemente, se mantenía al día, en lo posible, el catálogo de los mártires. Lo que requería una cierta indagación para no inscribir en él a ninguno sin fundamento seguro.

Porque también había tumbas de mártires imaginarios, cuyo culto reprobaba la Iglesia. El reconocimiento oficial del título de mártir se llamaba vindicatio.

San Optato reprende a una matrona, en tiempos de Diocleciano, por haber besado, antes de comulgar, las reliquias de un supuesto mártir, no reconocido por la Iglesia como tal -necdum vindicati- (De schism. donatist. I,16).

Eso explica que en algunos epitafios el título de mártir, entero o abreviado, aparezca añadido posteriormente, una vez realizada por la Iglesia la vindicatio. Hay huellas, pues, de que en este punto la Iglesia guardaba una cuidadosa disciplina ya desde antiguo; severidad tanto más necesaria cuanto mayor era la devoción de los fieles a los cristianos muertos por confesar la fe en Cristo.

La devoción a los mártires

Una muestra principal de la devoción de los fieles a los mártires es el empeño que ponían en ser enterrados junto a sus sepulcros, como si eso les ayudara a entrar con ellos al cielo.

En las catacumbas de Domitila un expresivo fresco nos muestra a una santa de venerable aspecto que acoge en el cielo a una joven inhumada junto a ella. Algunos epitafios indican que el difunto reposa «junto a los santos», ad sanctos, ad martyres, inter limina martyrum, inter sanctos, etc. Y este afán devoto no era solo del pueblo, pues también hombres como San Gregorio Nacianceno, San Ambrosio o San Paulino hacen enterrar a sus parientes junto a los mártires (Bullet. di Arch. crist. 1875,22-23).

No había, en efecto, nada supersticioso en esta devoción. La devoción a las reliquias de los mártires es en aquellos siglos profundamente espiritual, aunque no todos lo estimaran así.

En el epitafio de un arcediano de Roma, enterrado junto al mártir San Lorenzo se lee: «No es útil, sino más bien peligroso, descansar muy cerca del sepulcro de los santos. Una santa vida es el mejor medio para merecer su intercesión. No hemos de unirnos a ellos por el contacto corporal, sino con el alma» (ib. 1864,33). Y San Agustín, con menos dureza, pero con el mismo espíritu, responde a una pregunta de San Paulino de Nola: «La ventaja que puede haber en ser enterrados junto a las tumbas de los santos es que quien viene a orar por el difunto, conmovido por la vecindad de los mártires y lleno de fe en su intercesión, ore con redoblado fervor» (De cura pro mortuis gerenda, in fine).

La intercesión de los mártires

El mayor honor que los cristianos rinden a sus hermanos mártires es solicitar asiduamente su intercesión poderosa junto a Dios. Y cuando aún vivían en la tierra, los mismos mártires tuvieron clara conciencia de este poder suyo de intercesión ante el Señor, por quien ofrecían su vida.

En efecto, muchos mártires en el momento del suplicio, se sienten movidos a pedir por sus hermanos y por toda la «fraternidad» cristiana. San Policarpo, antes de ser detenido, ora día y noche por la iglesia que le ha sido confiada; y ya detenido, solicita una hora para orar por su pueblo, de modo que sus perseguidores quedan conmovidos; y todavía atado al poste, donde será quemado, alza a Dios una oración verdaderamente grandiosa (Martyr. Polic. 7,14).

Mientras llevan al obispo Fructuoso al anfiteatro de Tarragona para ser quemado, un cristiano pide su oración, y él le contesta: «Yo tengo que acordarme de la Iglesia católica, extendida de Oriente a Occidente» (Acta SS. Fructuosi, Augurii et Eulogii 3).

San Ireneo, obispo de Sirmium, bajo la espada ya del verdugo, ora así: «¡Señor Jesucristo, que te dignaste padecer por la salvación del mundo! ¡Quieran los cielos abrirse y los ángeles recibir al alma de tu siervo Ireneo, que padece hoy por tu nombre y por el pueblo de Sirmium! Suplico tu misericordia para que te dignes acogerme a mí y confirmar a éstos en la fe» (Passio S. Irenæi 5).

Un mártir de Palestina, antes de ser ejecutado, alza su corazón a Dios en unas oraciones grandiosas, que son un eco de la liturgia siríaca del siglo IV: pide la paz para el pueblo, pide para que los judíos lleguen a la fe en Cristo, y también, «siguiendo el orden», como dice Eusebio, pide por los samaritanos, por los paganos, por la muchedumbre que le rodea deshecha en lágrimas, por el juez que le ha condenado, por los emperadores, por el verdugo que va a ejecutarle, solicitando de la bondad de Dios que a nadie se impute su muerte (Eusebio, De Martyr. Palest. 8,9-12).

Muchas Actas nos muestran a los mártires cumpliendo con toda su alma este ministerio grandioso de intercesión por todos. Y los cristianos, con fe cierta, les suplican que en el cielo sigan intercediendo por ellos.

Sobre el sepulcro de los mártires flota, pues, como nube de incienso, una plegaria continua. Es la impresión que se siente al recorrer las interminables galerías de las catacumbas de Roma. Aquí y allá, incluso, se leen todavía invocaciones llenas de fe ingenua y cierta.

«¡Que las almas de todos los Santos te reciban!», escriben unos padres en la lápida de su niño de tres años (Bullet. di Arch. crist. 1875,19). Una madre afligida ora a una mártir: «Basila, te encomiendo la inocencia de Gemelo» (Museo Letrán VIII,16). Y unos padres: «Basila, te recomendamos a Crescentino y a Micina, nuestra hija» (ib. 17). Los epitafios, junto al nombre del difunto, incluyen con frecuencia súplicas semejantes: «San Lorenzo, recibe su alma», «Que el señor Hipólito te alcance el refrigerio», «Que los mártires Genaro, Agatopo y Felicísimo te refrigeren», etc.

Estas inscripciones son una confesión conmovedora acerca del valor de intercesión de los mártires y de la existencia del purgatorio. Junto a ellas se encuentran numerosas inscripciones grabadas con estilete o con carbón por peregrinos devotos en las paredes, junto a las tumbas de los mártires. En el cementerio de San Calixto, por ejemplo, la pared de la capilla funeraria de los Papas está completamente cubierta de estos letreros. Son graffiti que reflejan con gran elocuencia la fe y espiritualidad del pueblo cristiano primero.

La piedad popular, en efecto, se muestra conmovedoramente elocuente: «Ésta es la verdadera Jerusalén, adornada con los mártires del Señor». «Vive en Cristo», «vive en Dios», «vive en el Eterno», «descansa en paz». «Acuérdate de nosotros en tus oraciones» (De Rossi, Roma sotterranea II,13-20).

En la catacumba de San Calixto, donde reposa Santa Cecilia, junto a tantos Papas mártires, un piadoso visitante va grabando en los muros una súplica in crescendo:

Antes de entrar en el vestíbulo, escribe: «Sofronia, vive con los tuyos - Sofronia, vivas cum tuis». En la puerta de una capilla, expresa ya un deseo más piadoso: «Sofronia, ojalá vivas en el Señor - Sofronia, [vivas] in Domino». Por fin, más adentro todavía, en el arcosolio de otra capilla, y con letras más grandes y cuidadas: «Dulce Sofronia, vivirás siempre en Dios - Sofronia dulcis, semper vives in Deo». Su visita a la tumba de los mártires había confortado más y más su fe y su esperanza (De Rossi, I,213).

La apoteosis de los mártires

Obtenida ya la paz de la Iglesia, una corriente siempre creciente de devoción, a lo largo del siglo IV, va discurriendo hacia las tumbas de los mártires antiguos y recientes. Los fieles visitan los sepulcros siempre conocidos y venerados, y también los restos de aquellos confesores que, habiendo sido escondidos en la persecución, descubren ahora para la piedad de los fieles santos obispos, como Ambrosio en Milán (Epist. 22; De exhortatione virginitatis I,2) o Dámaso en Roma: «se venera aquí lo que, habiendo sido buscado, se encontró -quæritur, inventus colitur», dice el elogio de este Papa a San Eutiquio (Inscr. christ. urbis Romæ II,66, 105,141).

Las criptas sepulcrales se agrandan y embellecen, se decoran con mármoles y pinturas, mosaicos y metales preciosos, y se ensanchan las galerías y las escaleras internas. Se inscriben epitafios, a veces en verso, para guardar memoria perpetua de lo que nunca debe ser olvidado. Tumbas, transformadas en altares, sostienen lámparas llenas de óleo perfumado. Por las oscuras galerías, que ahora resuenan con cantos de victoria, otras luces conducen a los fieles hasta los restos gloriosos de los mártires.

Pero las cámaras sepulcrales eran muy estrechas para contener a tantos cristianos, que quieren arrodillarse ante una tumba, besar los mármoles, recoger un poco de tierra o unas gotas del óleo de una lámpara; las únicas reliquias entonces permitidas, pues se prohibía dividir las reliquias de los mártires (S. Gregorio Magno, Epist. III,30).

Por eso, junto a las tumbas de los más célebres testigos de Cristo, o encima de ellas, van alzándose basílicas grandiosas, capaces de contener, bajo sus artesonados resplandecientes de oro, la multitud de los fieles (Prudencio, Peri Stephan. XI, 213-216; III,191-200). Cesadas las persecuciones, las iglesias establecen sus calendarios litúrgicos, reservando fiestas de aniversario para sus mártires más ilustres, y constituyéndolos patronos de ciudades y pueblos.

Celebrando estas fiestas de los mártires, son predicados muchos sermones y homilías, en el Oriente por Basilio, Gregorio Nacianceno, Gregorio Niseno, Juan Crisóstomo, en África por San Agustín, en Milán por Ambrosio, en Roma por Gregorio Magno. En el nicho del ábside de la basílica semisubterránea de los santos mártires Nereo y Aquileo, puede aún verse el lugar donde estaba la cátedra desde la que predicó San Gregorio Magno: «los santos ante cuyas tumbas estamos reunidos, despreciaron el mundo - sancti, isti, ad quorum tumbam consistimus, spreverunt mundum» (Hom. SVIII in Evang: PL 76,1210).

Cuando así habla el Papa Gregorio, a quien sus contemporáneos llaman «el cónsul de Dios» (Inscr. christ. urb. Romæ II,52), los mártires de Roma permanecen todavía en sus sepulcros inviolados. Desde principios del siglo V, cuando cesan los enterramientos en las catacumbas, hasta principos del siglo IX, los cementerios subterráneos que rodean a Roma siguen siendo lugar de peregrinación. En ese tiempo los Papas acaban de hacer los traslados a las iglesias de los restos de los mártires, queriendo evitar así el peligro de profanaciones a causa de las invasiones lombardas y a causa también del triste abandono de la zona rural romana.

Italianos y extranjeros procedentes a veces de países muy lejanos acudían siempre en esa época a venerar las tumbas de los mártires en las catacumbas. Tal era la muchedumbre de peregrinos que para ellos se componen entre los siglos VI y VIII verdaderas Guías de la Roma Cristiana, en las que, por el orden de las vías romanas, se va indicando cada cementerio, y en éstos las tumbas de los mártires. Estas Guías, que sirvieron hace tantos siglos para orientar la devoción de los fieles, fueron en buena medida las que en el siglo XIX guiaron a De Rossi en su descubrimiento progresivo de las catacumbas.

En síntesis

Las persecuciones contra los cristianos forman parte importante de la política interior y de la legislación del Imperio romano. Sin embargo, en este marco absolutamente adverso, en el que a lo más se alterna algún período de relativa tolerancia, el cristianismo, apenas nacido, se extiende por el Imperio de Roma con extraordinaria rapidez, e incluso se proyecta más allá de él, avanzando siempre unidos el apostolado y el martirio. El cristianismo conquista países enteros antes del fin de las persecuciones.

La fe en Cristo penetra al mismo tiempo el mundo de los civilizados y de los bárbaros, de los letrados y de los ignorantes, de los esclavos, de la aristocracia y de la burguesía, introduciéndose en las condiciones de vida más diversas.

Este hecho impresionante es tanto más admirable siendo así que los convertidos, al hacerse cristianos, sabían perfectamente a lo que se comprometían, pues ninguno ignoraba que desde el momento de su conversión quedaban expuestos a ser perseguidos como enemigos del Estado y de los dioses, y a ser abrumados por toda suerte de calumnias y de marginaciones. Muy grande ha de ser el atractivo de la fe cristiana para atraer tanto a tantas personas de diferentes razas, lenguas y pueblos, que al hacerse cristianos ponen sus cabezas bajo una espada que en cualquier momento puede matarles.

Porque el martirio, en efecto, no fue un hecho restringido a unas pocas víctimas. El gran número de mártires, no ya en los siglos III y IV -época en que este gran número es reconocido por todos los autores competentes-, sino también en el II y aun en el I, está demostrado por documentos ciertos, aunque ninguno de ellos ofrezca estadísticas concretas.

Este gran número de mártires asombra tanto más cuando se piensa que todos ellos aceptaron su muerte con absoluta libertad. Los mártires no son simples condenados por infringir ciertas leyes o por abandonar el culto oficial: son condenados voluntarios, puesto que una sola palabra hubiera sido bastante para obtener la libertad, deteniendo el suplicio o la ejecución. Pero ellos no pronunciaron esta palabra, porque prefirieron permanecer fieles a Jesucristo. Su muerte, de este modo, se convierte en un triunfo absoluto de la libertad moral, una victoria particular del cristianismo, que por sí sola bastaría para establecer su transcendencia, ya que ninguna otra religión ni escuela filosófica ha tenido mártires propiamente dichos.

Para contemplar la grandeza de este triunfo recordemos que el sacrificio de los mártires fue precedido y acompañado de terribles pruebas morales -renuncia a ambiciones legítimas, ruina completa de la familia, quebrantamiento de los más dulces lazos- y de espantosos padecimientos físicos -previstos unos por las leyes, o inventados, aún más atroces, por una crueldad a la que la ley no ponía freno-. ¿Puede explicarse por las solas fuerzas humanas la constancia de tantos millares de personas, de todo sexo y de toda edad, que voluntariamente soportaron tales dolores a lo largo de tres siglos?

Al concluir nuestro estudio, no podemos, en fin, sino saludar a los mártires como a los héroes más puros de la historia. Eso explica que ellos hayan recibido honores que ninguna otra clase de héroes ha recibido jamás. Millones de hombres, a través de la oración y de la liturgia de la Iglesia, permanecen en constante comunión con ellos, como con seres siempre dispuestos a escuchar súplicas y dejar sentir su intercesión poderosa. Ya sus contemporáneos les invocaron, con súplicas conmovedoras que permanecen grabadas en los muros de las catacumbas. Y también nosotros seguimos invocándolos con una confianza que los siglos no disminuye. También nosotros, como sus contemporáneos, veneramos sus reliquias, asistimos al santo sacrificio ofrecido sobre sus tumbas, transformadas ahora en altares de Cristo.

Al honrarlos, al hablar de ellos, al estudiar los documentos que a ellos nos acercan, sabemos que no nos acercamos solamente a un polvo muerto. Sabemos que en ese sudario de color púrpura, cuyos pliegues apartan con respeto nuestras manos, hallamos seres vivientes, inmortales, que descansan guardados por la viviente e inmortal Iglesia, fundada sobre su sangre.