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Jueves V semana de Cuaresma

Hebreos 7,1-10

La Iglesia, sacramento visible de la unidad

Vaticano II

Lumen Gen­tium 9

Mirad que llegan días –oráculo del Señor– en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva... Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo... Todos me conocerán, desde el pequeño al grande –oráculo del Señor–. Alianza nueva que estableció Cristo, es decir, el nuevo Testa­mento en su sangre, convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles, que se con­gregara en unidad, no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo Pueblo de Dios.

Pues los que creen en Cristo, renacidos de germen no corruptible, sino incorruptible, por la palabra de Dios vivo, no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo, son hechos por fin una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada... que antes era «no pueblo» y ahora es «Pueblo de Dios».

Ese pueblo mesiánico tiene por cabeza a Cristo, que fue entregado por nuestros peca­dos y resucitó para nuestra salvación, y ahora, después de haber conseguido un nombre que está sobre todo nombre, reina gloriosamente en los cielos.

Tiene por ley el mandato de amar como el mismo Cristo nos amó. Tiene, por último, como fin, la dilatación del Reino de Dios, ini­ciado por el mismo Dios en la tierra, hasta que sea consumado por él mismo al fin de los tiempos, cuando se manifieste Cristo, nuestra vida, y la creación misma se vea liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

Este pueblo mesiánico, por tanto, aunque de momento no abarque a todos los hombres, y no raras veces aparezca como una pequeña grey es, sin embargo, el germen más firme de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano.

Constituido por Cristo para comunión de vida, de caridad y de verdad, es empleado también por él como instrumento de la reden­ción universal, y es enviado a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra.

Y así como al pueblo de Israel según la carne, peregrino en el desierto, se le llama ya Iglesia, así al nuevo Israel, que va avanzando en este mundo hacia la ciudad futura y permanente, se le llama también Iglesia de Cristo, porque la adquirió con su sangre, la llenó de su Espíritu y la proveyó de medios aptos para una unión visible y social.

La congregación de todos los creyentes, que miran a Jesús como autor de la salvación y principio de la unidad y de la paz, es la Iglesia convocada y constituida por Dios, para que sea sacramento visible de esta unidad salutífera para todos y cada uno.