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Sábado IV semana de Cuaresma

Números 20,1-13; 21,4-9

Toda actividad humana se purifique en el misterio pascual

Vaticano II

Gaudium et Spes 37-38

La Sagrada Escritura, con la que está de acuerdo la experiencia de los siglos, enseña a la familia humana que el progreso, que es un gran bien para el hombre, también encierra un grave peligro, pues una vez turbada la jerar­quía de valores y mezclado el bien con el mal, no le queda al hombre o al grupo más que el interés propio, excluido el de los demás.

De esta forma el mundo deja de ser el espacio de una auténtica fraternidad, mientras el creciente poder del hombre, por otro lado, amenaza con destruir al mismo género humano.

Si alguno, por consiguiente, se pregunta de qué manera es posible superar esa mísera condición, sepa que para el cristiano hay una respuesta: que toda la actividad del hombre, que por la soberbia y el desordenado amor propio se ve cada día en peligro, debe purificarse y ser llevada a su perfección en la cruz y resurrección de Cristo.

Pues el hombre, redimido por Cristo y hecho nueva creatura en el Espíritu Santo, puede y debe amar las cosas creadas por Dios. De Dios las recibe, y como procedentes continuamente de la mano de Dios, las mira y la respeta.

Por ellas da gracias a su Benefactor, y al disfrutar de todo lo creado y hacer uso de ello con pobreza y libertad de espíritu, llega a posesionarse verdaderamente del mundo, como quien no tiene nada, pero todo lo posee. Todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios.

La Palabra de Dios, por quien todo ha sido hecho, que se hizo a sí mismo carne y acampó en la tierra de los hombres, penetró como hombre perfecto en la historia del mundo tomándola en sí y recapitulándola. Él es quien nos revela que Dios es amor, y al mismo tiempo nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana y, por consiguiente, de la transformación del mundo es el manda­miento nuevo del amor.

En consecuencia, a quienes creen en el amor divino les asegura que el camino del amor está abierto para el hombre y que el esfuerza por restaurar una fraternidad universal no es una utopía. Les advierte, al mismo tiempo, que esta caridad no se ha de poner solamente en la realización de grandes cosas, sino, y principalmente, en las circunstancias ordi­narias de la vida.

Al admitir la muerte por todos nosotros, pecadores, nos enseña con su ejemplo que hemos de llevar también la cruz, que la carne y el mundo cargan sobre los hombros de quienes buscan la paz y la justicia.

Constituido Señor por su resurrección, Cris­to, a quien se ha dado todo poder en el cielo y en la tierra, obra ya en los corazones de los hombres por la virtud de su Espíritu, no sólo excitando en ellos la sed de la vida futura, sino animando, purificando y robusteciendo asi­mismo los generosos deseos con que la familia humana se esfuerza por humanizar su propia vida y someter toda la tierra a este fin.

Pero son diversos los dones del Espíritu: mientras a unos los llama para que den abierto testimonio con su deseo de la patria celeste y lo conserven vivo en la familia humana, a otros los llama para que se entreguen con un servicio terreno a los hombres, preparando así, con este ministerio, la materia del reino celeste.

A todos, sin embargo, los libera para que, abnegado el amor propio y empleado todo el esfuerzo terreno en la vida humana, dilaten su preocupación hacia los tiempos futuros, cuando la humanidad entera llegará a ser una oblación acepta a Dios.