Isaías 16,1-5; 17,4-8
Vigilad, pues vendrá de nuevo
San Efrén
Diatéseron 18,15-17
Para atajar toda pregunta de sus discípulos sobre el
momento de su venida, Cristo dijo: Esa hora nadie la sabe, ni los ángeles ni el
Hijo. No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas. Quiso ocultarnos
esto para que permanezcamos en vela y para que cada uno de nosotros pueda pensar
que ese acontecimiento se producirá durante su vida. Si el tiempo de su venida
hubiera sido revelado, vano sería su advenimiento, y las naciones y siglos en
que se producirá ya no lo desearían. Ha dicho muy claramente que vendrá, pero
sin precisar en qué momento. Así todas las generaciones y todas las épocas lo
esperan ardientemente.
Aunque el Señor haya dado a
conocer las señales de su venida, no se advierte con claridad el término de las
mismas, pues, sometidas a un cambio constante, estas señales han aparecido y han
pasado ya; más aún, continúan todavía. La última venida del Señor, en efecto,
será semejante a la primera. Pues, del mismo modo que los justos y los profetas
lo deseaban, porque creían que aparecería en su tiempo, así también cada uno de
los fieles de hoy desea recibirlo en su propio tiempo, por cuanto que Cristo no
ha revelado el día de su aparición. Y no lo ha revelado para que nadie piense
que él, dominador de la duración y del tiempo, está sometido a alguna necesidad
o a alguna hora. Lo que el mismo Señor ha establecido, ¿cómo podría
ocultársele, siendo así que él mismo ha detallado las señales de su venida? Ha
puesto de relieve esas señales para que, desde entonces, todos los pueblos y
todas las épocas pensaran que el advenimiento de Cristo se realizaría en su
propio tiempo.
Velad,
pues cuando el cuerpo duerme, es la naturaleza quien nos domina; y nuestra
actividad entonces no está dirigida por la voluntad, sino por los impulsos de la
naturaleza. Y cuando reina sobre el alma un pesado sopor –por ejemplo, la
pusilanimidad o la melancolía–, es el enemigo quien domina al alma y la conduce
contra su propio gusto. Se adueña del cuerpo la fuerza de la naturaleza, y del
alma el enemigo.
Por
eso ha hablado nuestro Señor de la vigilancia del alma y del cuerpo, para que el
cuerpo no caiga en un pesado sopor ni el alma en el entorpecimiento y el temor,
como dice la Escritura: Sacudíos la modorra, como es razón; y también: Me he
levantado y estoy contigo; y todavía: No os acobardéis. Por todo ello, nosotros,
encargados de este ministerio, no nos acobardamos.