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Viernes, XXVII semana

I Timoteo 6,1-10

El progreso del dogma cristiano

San Vicente de Lerins

Primer Conmonitorio 23

¿Es posible que se dé en la Iglesia un progreso en los co­nocimientos religiosos? Ciertamente que es posible, y la realidad es que este progreso se da.

En efecto, ¿quién envidiaría tanto a los hombres y sería tan enemigo de Dios como para impedir este progreso? Pero este progreso sólo puede darse con la condición de que se trate de un auténtico progreso en el conocimiento la fe, no de un cambio en la misma fe. Lo propio del progreso es que la misma cosa que progresa crezca y aumente, mientras lo característico del cambio es que la cosa que se muda se convierta en algo totalmente distinto.

Es conveniente, por tanto, que, a través de todos los tiempos y de todas las edades, crezca y progrese la inteligencia, la ciencia y la sabiduría de cada una de las perso­nas y del conjunto de los hombres, tanto por parte de la Iglesia entera, como por parte de cada uno de sus miem­bros. Pero este crecimiento debe seguir su propia naturaleza; es decir, debe estar de acuerdo con las líneas del dogma y debe seguir el dinamismo de una única e idéntica doctrina.

Que el conocimiento religioso imite, pues, el modo ­como crecen los cuerpos, los cuales, si bien con el correr de años se van desarrollando, conservan, no obstante, su propia naturaleza. Gran diferencia hay entre la flor de la infancia y la madurez de la ancianidad, pero, no obstante, los que van llegando ahora a la ancianidad son, en realidad, ­los mismos que hace un tiempo eran adolescentes. La estatura y las costumbres del hombre pueden cambiar, pero su naturaleza continúa idéntica y su persona es la misma.

Los miembros de un recién nacido son pequeños, los de un joven están ya desarrollados; pero, con todo, el uno y el otro tienen el mismo número de miembros. Los niños tienen los mismos miembros que los adultos y, si algún miembro del cuerpo no es visible hasta la puber­tad, este miembro, sin embargo, existe ya como un em­brión en la niñez, de tal forma que nada llega a ser realidad en el anciano que no se contenga como en ger­men en el niño.

No hay, pues, duda alguna: la regla legítima de todo progreso y la norma recta de todo crecimiento consiste en que, con el correr de los años, vayan manifestándose en los adultos las diversas perfecciones de cada uno de aque­llos miembros que la sabiduría del Creador había ya pre­formado en el cuerpo del recién nacido.

Porque, si aconteciera que un ser humano tomara apa­riencias distintas a las de su propia especie, sea porque adquiriera mayor número de miembros, sea porque per­diera alguno de ellos, tendríamos que decir que todo el cuerpo perece o bien que se convierte en un monstruo o, por lo menos, que ha sido gravemente deformado. Es tam­bién esto mismo lo que acontece con los dogmas cristia­nos: las leyes de su progreso exigen que éstos se consoli­den a través de las edades, se desarrollen con el correr de los años y crezcan con el paso del tiempo.

Nuestros mayores sembraron antiguamente, en el campo de la Iglesia, semillas de una fe de trigo; sería ahora grandemente injusto e incongruente que nosotros, sus descendientes, en lugar de la verdad del trigo, legáramos a nuestra posteridad el error de la cizaña.

Al contrario, lo recto y consecuente, para que no discrepen entre sí la raíz y sus frutos, es que de las semillas de una doctrina de trigo recojamos el fruto de un dogma de trigo; así, al contemplar cómo a través de los siglos aquellas primeras semillas han crecido y se han desarrollado, podremos alegrarnos de cosechar el fruto de los primeros trabajos.