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Lunes, XXVIII semana

Ageo 2,10-23

La participación del cuerpo y sangre de Cristo nos santifica

San Fulgencio de Ruspe

Tratado contra Fabiano 28,16-19

Cuando ofrecemos nuestro sacrificio, realizamos aque­llo mismo que nos mandó el Salvador; así nos lo atestigua el Apóstol, al decir: El Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía». Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: «Es­te cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía». Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, pro­clamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.

Nuestro sacrificio, por tanto, se ofrece para proclamar la muerte del Señor y para reavivar, con esta conmemo­ración, la memoria de aquel que por nosotros entregó su propia vida. Ha sido el mismo Señor quien ha dicho: Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Y, porque Cristo murió por nuestro amor, cuan­do hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sa­crificio, pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comu­nique el amor; suplicamos fervorosamente que aquel mis­mo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nues­tros propios corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado para nosotros, y nosotros sepamos vivir crucificados para el mundo; así, imitan­do la muerte de nuestro Señor, como Cristo murió al pecado de una vez para siempre, y su vivir es un vivir para Dios, también nosotros andemos en una vida nue­va, y, llenos de caridad, muertos para el pecado vivamos para Dios.

El amor de Dios ha sido derramado en nuestros cora­zones con el Espíritu Santo que se nos ha dado, y la parti­cipación del cuerpo y sangre de Cristo, cuando comemos el pan y bebemos el cáliz, nos lo recuerda, insinuándonos, con ello, que también nosotros debemos morir al mundo y tener nuestra vida escondida con la de Cristo en Dios, crucificando nuestra carne con sus concupiscencias y pe­cados.

Debemos decir, pues, que todos los fieles que aman a Dios y a su prójimo, aunque no lleguen a beber el cáliz de una muerte corporal, deben beber, sin embargo, el cáliz del amor del Señor, embriagados con el cual, mortificarán sus miembros en la tierra y, revestidos de nuestro Señor Jesucristo, no se entregarán ya a los deseos y placeres de la carne ni vivirán dedicados a los bienes visibles, sino a los invisibles. De este modo, beberán el cáliz del Señor y alimentarán con él la caridad, sin la cual, aunque haya quien entregue su propio cuerpo a las llamas, de nada le aprovechará. En cambio, cuando poseemos el don de esta caridad, llegamos a convertirnos realmente en aquello mismo que sacramentalmente celebramos en nuestro sacrificio.