Filipenses 4,10-23
Combate bien el combate de la fe
San Gregorio de Nisa
Libro sobre la conducta cristiana
El que es de Cristo es una criatura nueva; lo antiguo ha pasado. Sabemos que se llama nueva criatura a la inhabitación del Espíritu Santo en el corazón puro y sin mancha, libre de toda culpa, de toda maldad y de todo pecado. Pues, cuando la voluntad detesta el pecado y se entrega, según sus posibilidades, a la prosecución de las virtudes, viviendo la misma vida del Espíritu, acoge en sí la gracia y queda totalmente renovada y restaurada. Por ello, se dice: Quitad la levadura vieja para ser una masa nueva; y también aquello otro: Celebremos la Pascua, no con levadura vieja, sino con los panes ázimos de la sinceridad y la verdad. Todo esto concuerda muy bien con lo que hemos dicho más arriba sobre la nueva criatura.
Ahora
bien, el enemigo de nuestra alma tiende muchas trampas ante nuestros pasos, y
la naturaleza humana es, de por sí, demasiado débil para conseguir la victoria sobre
este enemigo. Por ello, el Apóstol quiere que nos revistamos con armas
celestiales: Abrochaos el cinturón e la verdad, por coraza poneos la
justicia –dice–, bien calzados para estar dispuestos a anunciar el
Evangelio de la paz. ¿Te das cuenta de cuántos son los instrumentos el
salvación indicados por el Apóstol? Todos ellos nos ayudan a caminar por una
única senda y nos conducen una sola meta. Con ellos se avanza fácilmente por
aquel mino de vida que lleva al perfecto cumplimiento de los preceptos divinos.
El mismo Apóstol dice también en otro lugar: Corramos en la carrera que nos
toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe:
Jesús.
Por ello, es necesario que quien desprecia las
grandezas este mundo y renuncia a su gloria vana renuncie también a su propia
vida. Renunciar a la propia vida significa no buscar nunca la propia voluntad,
sino la voluntad de Dios y hacer del querer divino la norma única de la propia
conducta; significa también renunciar al deseo de poseer cualquier cosa que no
sea necesaria o común. Quien así obra se encontrará más libre y dispuesto para
hacer lo que le manden los superiores, realizándolo prontamente con alegría y
con esperanza, como corresponde a un servidor de Cristo, redimido para el bien
de sus hermanos. Esto es precisamente lo que desea también el Señor, cuando
dice: El que quiera ser grande y primero entre vosotros, que sea el último y
esclavo de todos.
Esta servicialidad hacia los hombres debe ser ciertamente gratuita, y el que se consagra a ella debe sentirse sometido a todos y servir a los hermanos como si fuera deudor de cada uno de ellos. En efecto, es conveniente que quienes están al frente de sus hermanos se esfuercen más que los demás en trabajar por el bien ajeno, se muestren más sumisos que los súbditos y, a la manera de un siervo, gasten su vida en bien de los demás, pensando que los hermanos son en realidad como un tesoro que pertenece a Dios y que Dios ha colocado bajo su cuidado.
Por ello, los superiores deben cuidar de los hermanos como si se tratara de unos tiernos niños a quienes los propios padres han puesto en manos de unos educadores. Si de esta manera vivís, llenos de afecto los unos para con los otros, si los súbditos cumplís con alegría los decretos y mandatos, y los maestros os entregáis con interés al perfeccionamiento de los hermanos, si procuráis teneros mutuamente el debido respeto, vuestra vida, ya en este mundo, será semejante a la de los ángeles en el cielo.