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Martes, XIX semana

Miqueas 3,1-12

Sus cicatrices nos curaron

Teodoreto de Ciro

Sobre la encar­nación del Señor 28

Los sufrimientos de nuestro Salvador son nuestra medicina. Es lo que enseña el profeta, cuando dice: Él sopor­tó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; noso­tros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas; por esto, como cordero llevado al matade­ro, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca.

Y, del mismo modo que el pastor, cuando ve a sus ove­jas dispersas, toma a una de ellas y la conduce donde quie­re, arrastrando así a las demás en pos de ella, así también la Palabra de Dios, viendo al género humano descarriado, tomó la naturaleza de esclavo, uniéndose a ella, y, de esta manera, hizo que volviesen a él todos los hombres y con­dujo a los pastos divinos a los que andaban por lugares peligrosos, expuestos a la rapacidad de los lobos.

Por esto, nuestro Salvador asumió nuestra naturaleza; por esto, Cristo, el Señor, aceptó la pasión salvadora, se entregó a la muerte y fue sepultado; para sacarnos de aquella antigua tiranía y darnos la promesa de la incorrupción, a nosotros, que estábamos sujetos a la corrupción. En efecto, al restaurar, por su resurrección, el templo destruido de su cuerpo, manifestó a los muertos y a los que esperaban su resurrección la veracidad y firmeza de sus promesas.

«Pues, del mismo modo –dice– que la naturaleza que tomé de vosotros, por su unión con la divinidad que habi­ta en ella, alcanzó la resurrección y, libre de la corrupción y del sufrimiento, pasó al estado de incorruptibilidad e inmortalidad, así también vosotros seréis liberados de la dura esclavitud de la muerte y, dejada la corrupción y el sufrimiento, seréis revestidos de impasibilidad. »

Por este motivo, también comunicó a todos los hom­bres, por medio de los apóstoles, el don del bautismo, ya que les dijo: Id y haced discípulos de todos los pue­blos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. El bautismo es un símbolo y seme­janza de la muerte del Señor, pues, como dice san Pa­blo, si nuestra existencia está unida a él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya.