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Lunes, XIX semana

Oseas 14,2-10

Yo curaré sus extravíos

Teodoreto de Ciro

Sobre la encar­nación del Señor 26-27

Jesús acude espontáneamente a la pasión que de él es­taba escrita y que más de una vez había anunciado a sus discípulos, increpando en cierta ocasión a Pedro por ha­ber aceptado de mala gana este anuncio de la pasión, y de­mostrando finalmente que a través de ella sería salvado el mundo. Por eso, se presentó él mismo a los que venían a prenderle, diciendo: Yo soy a quien buscáis. Y cuando lo acusaban no respondió, y, habiendo podido esconderse, no quiso hacerlo; por más que en otras varias ocasiones en que lo buscaban para prenderlo se esfumó.

Además, lloró sobre Jerusalén, que con su incredulidad se labraba su propio desastre y predijo su ruina definitiva y la destrucción del templo. También sufrió con paciencia que unos hombres doblemente serviles le pegaran en la ca­beza. Fue abofeteado, escupido, injuriado, atormentado, flagelado y, finalmente, llevado a la crucifixión, dejando que lo crucificaran entre dos ladrones, siendo así contado entre los homicidas y malhechores, gustando también el vinagre y la hiel de la viña perversa, coronado de espinas en vez de palmas y racimos, vestido de púrpura por bur­la y golpeado con una caña, atravesado por la lanza en el costado y, finalmente, sepultado.

Con todos estos sufrimientos nos procuraba la sal­vación. Porque todos los que se habían hecho esclavos del pecado debían sufrir el castigo de sus obras; pero él, inmune de todo pecado, él, que caminó hasta el fin por el camino de la justicia perfecta, sufrió el suplicio de los pecadores, borrando en la cruz el decreto de la antigua maldición. Cristo –dice san Pablo– nos rescató de la maldición de la Ley, haciéndose por nosotros un maldito, porque dice la Escritura: «Maldito todo el que cuelga de un árbol». Y con la corona de espinas puso fin al castigo de Adán, al que se le dijo después del pecado: Maldito el suelo por tu culpa: brotará para ti cardos y espinas .

Con la hiel, cargó sobre sí la amargura y molestias de esta vida mortal y pasible. Con el vinagre, asumió la na­turaleza deteriorada del hombre y la reintegró a su estado primitivo. La púrpura fue signo de su realeza; la caña, in­dicio de la debilidad y fragilidad del poder del diablo; las bofetadas que recibió publicaban nuestra libertad, al tole­rar él las injurias, los castigos y golpes que nosotros ha­bíamos merecido.

Fue abierto su costado, como el de Adán, pero no salió de él una mujer que con su error engendró la muerte, sino una fuente de vida que vivifica al mundo con un doble arroyo; uno de ellos nos renueva en el baptisterio y nos viste la túnica de la inmortalidad; el otro alimenta en la sagrada mesa a los que han nacido de nuevo por el bautismo, como la leche alimenta a los re­cién nacidos.