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Lunes, VII semana

Eclesiastés 2,1-3.12-26

El sabio tiene sus ojos puestos en la cabeza

San Gregorio de Nisa

Homilías sobre el libro del Eclesiastés 5

Si el alma eleva sus ojos a su cabeza, que es Cristo, se­gún la interpretación de Pablo, habrá que considerarla dichosa por la penetrante mirada de sus ojos, ya que los tiene puestos allí donde no existen las tinieblas del mal. El gran Pablo y todos los que tuvieron una grandeza se­mejante a la suya tenían los ojos fijos en su cabeza, así como todos los que viven, se mueven y existen en Cristo.

Pues, así como es imposible que el que está en la luz vea tinieblas, así también lo es que el que tiene los ojos puestos en Cristo los fije en cualquier cosa vana. Por tanto, el que tiene los ojos puestos en la cabeza, y por ca­beza entendemos aquí al que es principio de todo, los tiene puestos en toda virtud (ya que Cristo es la virtud perfec­ta y totalmente absoluta), en la verdad, en la justicia, en la incorruptibilidad, en todo bien. Porque el sabio tiene sus ojos puestos en la cabeza, mas el necio camina en tinie­blas. El que no pone su lámpara sobre el candelero, sino que la pone bajo el lecho, hace que la luz sea para él ti­nieblas.

Por el contrario, cuantos hay que viven entregados a la lucha por las cosas de arriba y a la contemplación de las cosas verdaderas, y son tenidos por ciegos e inútiles, como es el caso de Pablo, que se gloriaba de ser necio por Cristo. Porque su prudencia y sabiduría no consistía en las cosas que retienen nuestra atención aquí abajo. Por esto dice: Nosotros, unos necios por Cristo, que es lo mis­mo que decir: «Nosotros somos ciegos con relación a la vida de este mundo, porque miramos hacia arriba y te­nemos los ojos puestos en la cabeza». Por esto vivía privado de hogar y de mesa, pobre, errante, desnudo, pa­deciendo hambre y sed.

¿Quién no lo hubiera juzgado digno de lástima, viéndo­lo encarcelado, sufriendo la ignominia de los azotes, vién­dolo entre las olas del mar al ser la nave desmantelada, viendo cómo era llevado de aquí para allá entre cadenas? Pero, aunque tal fue su vida entre los hombres, él nunca dejó de tener los ojos puestos en la cabeza, según aque­llas palabras suyas: ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? Que es como si dijese: «¿Quién apartará mis ojos de la cabeza y hará que los ponga en las cosas que son despreciables?»

A nosotros nos manda hacer lo mismo, cuando nos ex­horta a aspirar a los bienes de arriba, lo que equivale a decir «tener los ojos puestos en la cabeza».