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Jueves VII semana del Tiempo Pascual

I Juan 5,13-21

Si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros

San Cirilo de Alejandría

Comentario sobre el Evangelio de San Juan 10

Ya se había llevado a cabo el plan salvífico de Dios en la tierra; pero convenía que noso­tros llegáramos a ser coherederos con Cristo y partícipes de su naturaleza divina; esto es, que abandonásemos nuestra vida anterior para transformarla y conformarla a un nue­vo estilo de vida y de santidad. Esto sólo podía llevarse a efecto con la cooperación del Espíritu Santo.

Ahora bien, el tiempo más oportuno para la misión del Espíritu y su irrupción en noso­tros fue aquel que siguió a la marcha de nues­tro Salvador Jesucristo.

Pues mientras Cristo vivía corporalmente entre sus fieles, se les mostraba como el dis­pensador de todos sus bienes; pero cuando llegó la hora de regresar al Padre celestial, confirmó asistiendo a sus adoradores median­te su Espíritu, y habitando por la fe en nues­tros corazones. De este modo, poseyéndole en nosotros, podríamos llamarle con confian­za: «Abba, Padre», y cultivar con ahínco todas las virtudes, y juntamente hacer frente con valentía invencible a las asechanzas del diablo y los insultos de los hombres, como quienes cuentan con la fuerza poderosa del Espíritu.

Este mismo Espíritu transforma y tras­lada a una nueva condición de vida a los fie­les en que habita y tiene su morada. Esto pue­de ponerse fácilmente de manifiesto con tes­timonios tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.

Así el piadoso Samuel a Saúl: Te invadirá el Espíritu de Yahveh, y te convertirás en otro hombre. Y San Pablo: Nosotros todos, que llevamos la cara descubierta, reflejamos la gloria del Señor, y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente; así es como actúa el Señor, que es Espíritu.

No es difícil percibir cómo transforma el Espíritu la imagen de aquéllos en los que habita: del amor a las cosas terrenas el Espí­ritu nos conduce a la esperanza de las cosas del cielo; y de la cobardía y la timidez, a la valentía y generosa intrepidez de espíritu. Sin duda es así como encontramos a los dis­cípulos, animados y fortalecidos por el Es­píritu, de tal modo que no se dejaron vencer en absoluto por los ataques de los persegui­dores, sino que se adhirieron con todas sus fuerzas al amor de Cristo.

Se trata exactamente de lo que había di­cho el Salvador: Os conviene que yo me vaya al cielo. En ese tiempo, en efecto, descendería el Espíritu Santo.