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Miércoles VII semana del Tiempo Pascual

I Juan 5,1-12

El Espíritu Santo enviado a la Iglesia

Vaticano II

Lumen Gen­tium 4 y 12

Consumada la obra que el Padre confió al Hijo en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, para que santificara a la Iglesia, y de esta forma los que creen en Cristo pudieran acercarse al Padre en un mismo Espíritu. Él es el Espíritu de la vida, o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna, por quien vivifica el Padre a todos los muertos por el pecado hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales.

El Espíritu habita en la Iglesia y en los co­razones de los fieles como en un templo, y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos. Con diversos dones jerárquicos y caris­máticos dirige y enriquece con todos sus fru­tos a la Iglesia, a la que guía hacia toda verdad, y unifica en comunión y ministerio, enriqueciéndola con todos sus frutos.

Hace rejuvenecer a la Iglesia por la virtud del Evangelio, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Es­poso. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: «Ven».

Así se manifiesta toda la Iglesia como una muchedumbre reunida por la unidad del Pa­dre y del Hijo y del Espíritu Santo.

La universalidad de los fieles que tiene la unción del Espíritu Santo, no puede fallar en su creencia, y ejerce ésta su peculiar propie­dad mediante el sentimiento sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando desde el obispo hasta los últimos fieles seglares ma­nifiesta el asentimiento universal en las cosas de fe y de costumbres.

Con ese sentido de la fe que el Espíritu Santo mueve y sostiene, el pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio, al que sigue fidelísi­mamente, recibe no ya la palabra de los hom­bres, sino la verdadera palabra de Dios, se adhiere indefectiblemente a la fe que se transmitió a los santos de una vez para siempre, la penetra profundamente con rectitud de juicio y la aplica más íntegramente en la vida.

Además, el mismo Espíritu Santo no sola­mente santifica y dirige al pueblo de Dios por los sacramentos y los ministerios y lo enri­quece con las virtudes, sino que, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece, re­parte entre los fieles gracias de todo género, incluso especiales, con que los dispone y pre­para para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: En cada uno se mani­fiesta el Espíritu para el bien común.

Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más sencillos y comunes, por el hecho de que son muy conformes y útiles a las necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos con agradecimiento y consuelo.