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Viernes IV semana del Tiempo Pascual

Apocalipsis 17,1-18

Muchos senderos, pero un solo camino

San Clemente Romano

I Corintios 36,1-2, 37-38

Jesucristo es, queridos hermanos, el camino en el que encontramos nuestra salvación, él, el pontífice de nuestras ofrendas, el defensor y protector de nuestra debilidad.

Por él contemplamos las alturas del cielo; en él vemos como un reflejo del rostro res­plandeciente y majestuoso de Dios; gracias a él se nos abrieron los ojos de nuestro corazón; gracias a él nuestra inteligencia insensata y llena de tinieblas quedó repleta de luz; por él quiso el Dueño soberano de todo que gus­tásemos el conocimiento inmortal, ya que él es reflejo de la gloria del Padre y está tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado.

Militemos, por tanto, hermanos, con todas nuestras fuerzas, bajo las órdenes de un jefe tan santo.

Pensemos en los soldados que militan a las órdenes de nuestros emperadores: con qué disciplina, con qué obediencia, con qué pron­titud cumplen cuanto se les ordena. No todos son prefectos, ni tienen bajo su mando mil hombres, ni cien como centuriones, ni cin­cuenta, y así de los demás grados; sin embargo, cada uno de ellos lleva a cabo, según su orden y jerarquía, las ordenes del emperador y de los jefes. Los grandes no pueden subsistir sin los pequeños, ni los pequeños sin los grandes; todos se hallan entremezclados, y de ahí surge la utilidad.  

Tomemos el ejemplo de nuestro cuerpo: la cabeza nada puede sin los pies, ni los pies sin la cabeza; los miembros más insignificantes de nuestro cuerpo son necesarios y útiles al cuerpo entero y colaboran mutuamente en bien de la conservación del cuerpo entero.

Que se conserve también entero este cuerpo que formamos en Cristo Jesús; sométase cada uno a su prójimo respetando los carismas que cada uno ha recibido.

El fuerte cuide del débil, y el débil respete al fuerte; el rico sea generoso con el pobre, y el pobre alabe a Dios que le ha proporcio­nado alguien para remedio de su pobreza. Que el sabio manifieste su sabiduría no en palabras, sino en buenas obras, y que el hu­milde no haga propaganda de sí mismo, sino que aguarde que otro dé testimonio de él. El que guarda castidad, que no se enorgu­llezca, puesto que sabe que es otro quien le otorga el don de la continencia.

Pensemos, pues, hermanos, de qué polvo fuimos formados, qué éramos al entrar en este mundo, de qué sepulcro y de qué tinie­blas nos sacó el Creador que nos plasmó y nos trajo a este mundo, obra suya, en el que, ya antes de que naciéramos, nos había dispuesto sus dones. Como quiera, pues, que todos estos beneficios los tenemos de su mano, en todo debemos darle gracias. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.